CXXV

Sofía no fue al puerto; dijo que se encontraba mal y mandó a su marido. No vayáis a creer que era pesar o dolor; en ocasión de la boda se había comportado con suma discreción, ocupándose del ajuar de la novia y despidiéndola con muchos besos llorados. Pero subir a bordo le parecía una vergüenza. Dijo que estaba enferma; y, para no desmentir el pretexto, permaneció en su cuarto. Tomó una novela reciente; se la había dado Rubião. Otras cosas que había allí le recordaban al mismo hombre, adornos de toda suerte, sin contar las joyas guardadas. Y al inventario de los recuerdos se sumaron por fin las singulares palabras que, en voz baja, nuestro amigo le había dicho la noche de la boda de María Benedita:

—Usted ya es la reina de todas. Pero aguarde, que yo aún la haré emperatriz.

Sofía no pudo entender esa frase enigmática que era un soborno para hacerla amante suya; pero excluyó la suposición por excesivamente osada. Aunque Rubião ya no era el hombre tímido y encogido de otros tiempos, tampoco se mostraba tan seguro de sí como para poder atribuirle semejante presunción. ¿Pero qué era entonces la frase? Tal vez un modo figurado de decirle que iba a amarla todavía más. A Sofía todo le parecía posible. No le faltaban cortejantes; había oído aquella declaración de Carlos María, y probablemente otras a las que no había prestado más atención que la de la vanidad. Y todas habían pasado; sólo Rubião persistía. Había pausas, hijas de las sospechas; pero las sospechas tan pronto iban como venían.

«Él merece ser amado», leyó Sofía en la novela cuando iba a reanudar la lectura; cerró el libro, cerró los ojos y perdióse en sí misma. La esclava que poco después entró a llevarle a un caldo pensó que la señora dormía y retiróse de puntillas.