Ahora bien, aquel cuadro, a la misma hora en que aparecía en la imaginación del novio, reproducíase exactamente igual en el espíritu de la novia. Asomada a la ventana, contemplando las olas que rompían a lo largo de la playa, María Benedita se veía arrodillada a los pies de su marido, quieta y contrita como quien va a recibir la hostia de la felicidad en una misa de comunión. Y decía para sí: «¡Ah, qué feliz me hará!». La idea y la frase eran distintas, pero la actitud y la hora eran las mismas.