—¡Menos mal que se casa! —repitió Rubião.
La boda no se demoró mucho: tres semanas. La mañana del día señalado, Carlos María abrió los ojos con cierto espanto. ¿Era él mismo quien se iba a casar? No había duda. Miróse al espejo: era él. Repasó los últimos días, la rapidez de los sucesos, la realidad del afecto que le tenía la novia y, en fin, la felicidad pura que le iba a brindar. Esta última idea lo colmaba de una satisfacción grande y rara. Ahora la iba saboreando durante el habitual paseo a caballo de las mañanas; esta vez había elegido el barrio del Ingenio Viejo.
Acostumbrado como estaba a las miradas de admiración, en toda la gente veía un aire de saber que se iba a casar. Las casuarinas de una quinta, quietas hasta que él pasara, le dijeron cosas muy particulares, que los necios atribuyeron a la brisa que también estaba pasando, pero que los sabios reconocieron como el lenguaje nupcial de las casuarinas. Pájaros brincaban de un lado a otro gorjeando un madrigal. Una pareja de mariposas —que los japoneses consideran símbolo de fidelidad, pues si bien vuelan de flor en flor siempre lo hacen de a dos— acompañó mucho tiempo el trote del caballo, revoloteando sobre la cerca de una granja que bordeaba el camino, aleteando aquí y allá, ligeras y amarillas. Mezclado con esto, la atmósfera fresca, el cielo azul, caras alegres de hombres a lomos de burros, cuellos estirados en las ventanillas de los coches para admirar su garbo de novio. Era difícil creer que todos esos gestos y actitudes de la gente, de las aves y de los árboles expresaran otro sentimiento que el homenaje nupcial de la naturaleza.
Las mariposas se perdieron en uno de los arbustos más densos de la cerca. Vino entonces otra granja, desnuda de árboles, con el portón abierto y al fondo, de frente al portón, una vieja casa que parecía arrugar los ojos bajo la forma de cinco ventanas con pretil, cansadas de perder moradores. También ellas habían visto bodas y festines; el siglo las había conocido verdes de novedad y esperanza.
No penséis que esa imagen ensombreció el alma del jinete. Al contrario: él poseía el don particular de rejuvenecer las ruinas y alimentarse de la vida primitiva de las cosas. Incluso le gustó ver la casa envejecida, destartalada, en contraste con las vivaces mariposas de un momento antes. Frenó el caballo; evocó las mujeres que habían entrado por ese portón, otras galas, otros rostros, otras maneras. Y hasta las mismas sombras de personas felices y extintas llegaban ahora a felicitarlo, diciéndole con labios invisibles todas las cosas sublimes que pensaban de él. Oyéndolas, sonrió. Pero una voz estridente vino a inmiscuirse en el concierto —un papagayo que estaba en una jaula colgada fuera de la casa. «Papagayo real, rey de Portugal. ¿Quién pasa? Currupá, papá. Grrr… Grrr». Las sombras se dispersaron y el caballo siguió trotando. Carlos María odiaba a los papagayos, como odiaba a los monos; eran, decía, dos falsificaciones de la persona humana.
Unas calandrias cruzaron el camino volando y se posaron a cantar en su lengua; fue una aparición. Esa lengua sin palabras era inteligible, decía una cantidad de cosas claras y bellas. Carlos María vio en aquello un símbolo de sí mismo. Cuando su mujer, aturdida por los papagayos del mundo, estuviese por derrumbarse de tedio, él la ayudaría a erguirse a los trinos de la bandada divina que llevaba dentro: ideas de oro dichas por una voz de oro. ¡Ah, qué feliz la haría! Ya la veía arrodillada, con los brazos apoyados en sus rodillas, la cabeza en las manos y la mirada fija en él, agradecida, devota, toda implorante, toda nada.