CXX

Al domingo siguiente doña Fernanda fue a la iglesia de Santo Antonio dos Pobres. Acabada la misa, de la muchedumbre de fieles que se saludaban unos a otros o se persignaban frente al altar, vio surgir nada menos que a su primo, erguido, risueño, impecablemente trajeado, tendiéndole la mano.

—¿Has venido a misa? —le preguntó asombrada.

—Así es.

—¿Y vienes siempre?

—No siempre, pero sí a menudo.

—Francamente, no esperaba de ti semejante devoción. En general los hombres son unos impíos. Teófilo no pisa la iglesia como no sea para bautizar a sus hijos. ¿De modo que eres religioso?

—No estoy seguro. Pero me horroriza esa banalidad que es hablar mal de la religión. Y basta: he venido a misa, no a confesarme; ahora te llevaré a tu casa y, si me invitas a almorzar, almorzaré con vosotros. Salvo que quisiérais que os invite yo; ya sabes que vivo en esta calle.

—Si te parece bien iré yo sola. Tengo que contarte una noticia muy larga.

—Entonces vamos despacio —dijo Carlos María en la puerta, y le ofreció el brazo. Dos pasos más adelante preguntó—: ¿Es una noticia importante?

—Importante y deliciosa.

—No quiero suponer que Dios, siempre misericordioso, se haya llevado a nuestro querido Teófilo, dejando en el desamparo a la más amable de las viudas… No hace falta que pongas esa cara, prima. Y suéltame ya el brazo. Vamos a la noticia. Apuesto a que llegó la joven de Pelotas.

—No te diré qué es si no juras que lo tomarás en serio.

—En serio.

Doña Fernanda confesóle que dudaba de casarlo con la patricia de Pelotas; no quería cargar con remordimientos; había descubierto que una persona sentía por el primo un amor inmenso. Carlos María sonrió, esbozó una chanza, pero la noticia le azuzó el espíritu. ¿Amor inmenso? Amor inmenso, pasión violenta, confirmó la prima, añadiendo que quizá la definición no se aviniera con el sentimiento actual de la persona. Ahora, en realidad, era una adoración inmóvil y callada. Se había pasado noches y noches llorando, y no por ello había agotado la esperanza… Y así doña Fernanda fue repitiendo la confidencia de María Benedita. Sólo faltaba el nombre; Carlos María quiso saberlo, pero ella lo negó. No podía revelarlo. ¿Para qué darle el gusto de saber quién era la que lo veneraba, si no lo veía correr al encuentro de su alma? Mejor era dejarla en el misterio. Por lo demás, ella ya no lloraba; modesta y sin ambiciones, al fin iba perdiendo las esperanzas de ser amada para devenir mera devota, pero una devota sin par, ni siquiera expectante de ser oída o agraciada por una mirada benévola de su dios…

—Tú, prima…

—¿Yo, qué?

Carlos María continuó diciendo que era una abogada digna de la causa que estaba defendiendo. Realmente, si esa joven lo adoraba a tal punto, era justo y natural que la prima se interesase por ella con tanto calor. ¿Pero por qué no le decía el nombre?

—Ahora no te lo diré; tal vez algún día… Pero comprenderás que me costaría mucho casarte con mi patricia sabiendo que otra persona te ama tanto. Y sin embargo bien podría ser que esta de aquí no sufriera mucho si te viera casado. Sí, señor, parece absurdo, pero hay que conocerla; te aseguro que, con tal de verte feliz, sería capaz de bendecir a su rival.

—Más que romanticismo, eso es misticismo —replicó Carlos María unos pasos más adelante, con la mirada en el suelo—. No encaja muy bien con nuestra época. ¿Tienes alguna prueba de semejante estado de espíritu?

—La tengo… Aquélla es tu casa, ¿no? —preguntó doña Fernanda parándose.

—Sí.

—Hermosa construcción. Y sólida.

—Muy sólida.

—Una, dos, tres, cuatro… Siete ventanas. ¿El salón va de punta a punta? Perfecto para un baile. —Y reanudando la marcha—: Yo, si tuviese una casa más grande, daría una fiesta enorme antes de volver a Río Grande. Me encantan las fiestas. Los dos niños no me dan demasiado trabajo. A propósito, tengo ganas de poner a Lopo en un colegio. ¿Dónde hay uno bueno?

Carlos María pensaba en la devota incógnita. Estaba lejos, muy lejos de la educación y sus establecimientos. Qué agradable era sentirse un dios adorado, y adorado a la manera evangélica, la devota encerrada en su aposento, con la puerta cerrada, en secreto, lejos de la sinagoga y los ojos de la gente. «Y tu padre, que ve lo que ocurre en secreto, será quien te pague». ¡Ah, bien le habría pagado él, si hubiese sabido quién era! ¿Estaría casada? No, no podía ser; en ese caso no se lo habría confesado a nadie; viuda o soltera, más bien soltera. Le despertaba curiosidad, la soltera aquella. ¿En qué alcoba se encerraba a rezar, a evocarlo, llorarlo, bendecirlo? Ya no se empecinaba en conocer el nombre; pero al menos sí la alcoba.

—¿Dónde hay un buen colegio? —repitió doña Fernanda.

—¿Un colegio? No sé; estoy pensando en la desconocida. Comprenderás que una persona que me adora en silencio, sin esperanza, merece ser objeto de cierta atención. ¿Es alta o baja?

—María Benedita.

Carlos María se paró en seco.

—¿Esa chica…? No es posible. He hablado con ella muchas veces y nunca noté nada. Siempre me ha parecido fría. Tiene que ser un error. ¿La has oído nombrarme?

—No, y mira que le insistí. Confesó el milagro sin nombrar al santo. ¡Pero qué milagro! Puedes jactarte de ser adorado como nadie. ¿De quién es aquella casa?

—A ti te gusta exagerar, prima; no puede ser para tanto. ¿Adorado como nadie? ¿Y cómo descubriste que era yo?

—Fue Teófilo el que se dio cuenta. Y bastó decírselo para que ella se quedara como una pitanga. Después, conmigo, lo negó; pero desde ese día no ha vuelto por casa.

Así se iniciaron los amores. A Carlos María lo regocijó verse amado en silencio hasta tal punto, y toda su prevención se transformó en simpatía. Empezó a frecuentarla, saboreó la confusión de la joven, los miedos, la alegría, la modestia, la actitud casi implorante, un compuesto de actos y sentimientos que eran la apoteosis del hombre amado. Tal fue el inicio, tal el desenlace. Y así los hemos visto en la noche del cumpleaños de Sofía, a quien él había dicho cosas tan dulces. Es lo que ocurre con los hombres: no son muy distintos de las aguas que pasan y los vientos que rugen.