CXIX

«Un marido, por malo que sea, siempre es mejor que el mejor de los sueños.»

La máxima no era idealista; María Benedita protestó. ¿Acaso no era mejor soñar que llorar? Los sueños acaban o se alteran, mientras que los malos maridos pueden vivir mucho tiempo.

—Usted dice eso —concluyó María Benedita— porque Dios le ha destinado un ángel… Mire, allí viene.

—Descuide, que todas hemos de tener nuestro ángel. Para usted conozco uno magnífico. A mí me buscan todos los ángeles.

Habiéndolas visto a lo lejos, Teófilo, marido de doña Fernanda, se acercó al banco. Llevaba en la mano un diario enrollado. No saludó a la huésped; fue directo hacia su mujer.

—¿Quieres saber lo que me han hecho, Nana? —dijo apretando los dientes—. Hoy sale mi discurso del día cinco. Mira esta frase. Yo dije: En la duda, abstente, dice el sabio consejo. Y ellos han puesto: En la deuda, abstente… ¡Es intolerable! Fíjate que se trataba justamente de un crédito del Ministerio de Marina, y en el debate se alegaba que ya se habían hecho muchos gastos. De modo que parece una grosería de mi parte; es como si aconsejase estafar. En todo caso es un disparate.

—¿Y tú no leíste las pruebas?

—Las leí, pero el autor es el menos indicado para leerlas bien. En la deuda, abstente —repitió mirando el periódico. Luego resopló—. Solo con…

Estaba consternado. Era un hombre de talento, grave y trabajador; pero en aquel momento todas las grandes obras, los más delicados problemas, las batallas más decisivas, las revoluciones más profundas, todas las alimañas y las generaciones humanas no valían tanto como lo demás. María Benedita lo miraba sin comprender. Había creído que padecía la mayor tristeza del mundo, pero allí tenía otra tan grande como la suya, y mucho más angustiosa. Así, la melancolía voraz de una pobre criatura era equiparable a un error tipográfico. Teófilo, que sólo entonces reparó en ella, le tendió la mano; estaba fría. Nadie puede fingir que tiene las manos frías; debía sufrir de veras. Instantes después, con un gesto violento, tiró el periódico al suelo y se alejó.

—Pero Teófilo, eso se corrige mañana —dijo doña Fernanda poniéndose en pie.

Sin darse la vuelta, Teófilo encogió los hombros desesperado. Su mujer corrió tras él; asustada, la amiga la siguió. Quedóse solo el banco, libre ahora de ellas, recibiendo de lleno los rayos del sol, que no ama ni hace discursos. Doña Fernanda llevó a su marido a una salita y, a fuerza de besos, lo consoló del golpe. A la hora del almuerzo él ya sonreía de nuevo, si bien con una sonrisa pálida; para distraerlo de su tribulación, la mujer le expuso el proyecto de casar a María Benedita; tenía que ser con un diputado, si es que en la cámara había algún soltero, cualquiera que fuera su tendencia. Podía ser oficialista, opositor, ambas cosas o ninguna —con tal que fuese marido. Sobre este tema hizo algunas reflexiones vivas, agudas, destinadas a llenar el tiempo y matar el recuerdo de la letra sobrante. ¡Pía criatura! Mientras la escuchaba, Teófilo se iba alegrando y concordaba en la conveniencia de casar a María Benedita.

—Lo peor —dijo doña Fernanda mirando de lejos a su amiga— es que ama a alguien y no quiere decirme el nombre.

—Ni falta que hace —replicó el marido limpiándose los labios—. Está claro que le gusta tu primo.