¡Adiós, padre Chagas! Vuelvo a la historia del casamiento. Que a María Benedita le gustaba Carlos María es cosa vista o presentida desde aquel baile de la Rua dos Arcos en que él y Sofía habían valseado tanto. La vimos a la mañana siguiente dispuesta a regresar al campo; su prima la apaciguó con la promesa de que le estaba preparando un novio. A María Benedita se le ocurrió que podía ser el valsista de la víspera y decidió esperar. No confesó nada —al principio por vergüenza, después por no querer atenuar el efecto de la novedad cuando Sofía le descubriese el nombre del elegido. Si lo hubiese confesado en seguida, acaso la otra habría aflojado en sus afanes, y la causa se habría perdido. Pero no hagamos mucho caso a todo esto; son pequeños cálculos de muchacha.
Sobrevino la epidemia de las Alagoas. Sofía organizó la comisión, que aportó nuevas relaciones a la familia Palha. Incluida entre las señoras que formaban uno de los subcomités, María Benedita trabajó junto a todas, pero granjeóse en especial la estima de una, doña Fernanda, esposa de un diputado. Doña Fernanda tenía poco más de treinta años; era jovial, expansiva, colorada y robusta; había nacido en Porto Alegre y desposado a un bachiller de las Alagoas, diputado ahora por otra provincia y, según se rumoreaba, futuro ministro de estado. El origen del marido había sido el pretexto para integrarla en el comité; medida harto acertada, pues la dama pedía como quien exige, nunca se arredraba y no admitía negativas. Carlos María, que era primo suyo, fue a visitarla no bien ella llegó a Río de Janeiro. Hallóla más hermosa aún que en 1865, último año en que la había visto, y puede que fuese verdad; declaró que el aire del sur estaba hecho para fortalecer a la gente, para duplicarle las cualidades, y prometió que allí viviría sus últimos días.
—Pues vámonos ahora mismo, que te arreglaré un casamiento —dijo ella—. Conozco una joven de Pelotas que es un auténtico bijou y sólo quiere casarse con un hombre de la Corte.
—¿Conmigo, debo inferir?
—De la Corte y con ojos grandes. Mira que no estoy bromeando. Es una belleza. Aquí tengo el retrato.
Doña Fernanda abrió su álbum y le mostró el retrato de la candidata.
—No es fea —concedió él.
—¿Nada más?
—Bueno, es bonita.
—¿Y tú dónde metes la ropa sucia, primo?
Carlos María sonrió sin responder; la expresión no le había gustado. Intentó pasar a otro tema pero doña Fernanda volvió a su amiga casadera. Miraba el retrato coloreándolo con palabras, explicando cómo eran los ojos de la muchacha, el cabello, la tez; y para acabar hizo una breve biografía de Sonora. Tenía ese hermoso nombre. Pese al respeto y la influencia de que gozaba el padre de la niña, el cura encargado de bautizarla había dudado de dárselo; pero al fin había cedido, convencido de que las virtudes de una persona podían elevar su nombre a la altura de los santos.
—¿Y crees que ella llegará a la altura de los santos? —preguntó Carlos María.
—Seguro que sí, si se casa contigo.
—Con eso no me explicas nada; lo mismo ocurriría si se casara con el diablo, y con mayor seguridad pues sería una mártir. Santa Sonora: no es feo el nombre, se ajusta al sentido. Santa Sonora… En todo caso, prima…
—Tienes peor entraña que un judío. Calla de una vez —lo interrumpió ella—. ¿De modo que rechazas mi candidata? —prosiguió colocando el álbum en su sitio.
—No la rechazo; pero déjame seguir con mi celibato, que es mi camino al cielo.
Doña Fernanda lanzó una carcajada.
—¡Dios misericordioso! ¿De veras crees que irás al cielo?
—Hace veinte minutos que estoy en él. ¿Qué es si no esta sala tranquila, fresca, tan lejana de la gente que anda por ahí fuera? Aquí estamos los dos conversando, sin oír blasfemias, sin soportar espíritus tullidos, tísicos, escrofulosos, gente insufrible; en suma: el propio infierno. Esto es el cielo —o una parte del cielo; pero si cabemos los dos, se vuelve infinita. Hablamos de Santa Sonora, de São Carlos María, y de Santa Fernanda, que para diferenciarse de São Goçalo se ha hecho casamentera. ¿Dónde hay un cielo mejor que éste?
—En Pelotas.
—¡Pelotas está tan lejos! —suspiró él, estirando las piernas y mirando el brillo del suelo.
—De acuerdo. Ha sido apenas la primera embestida. Daré otras, hasta que acabes aceptando.
Sonriendo, Carlos María miró las borlas del cordón de seda que ella llevaba en la cintura, atado con un lazo flojo; bien para ver las borlas, bien para estudiar la gentileza del cuerpo. Una vez más se convenció de que su prima era una criatura muy bella. La plástica le atrajo la mirada, el respeto la desvió; pero no fue sólo la amistad lo que lo hizo demorarse un rato más y lo llevó otras veces a esa casa. Carlos María amaba la conversación de las mujeres, tanto como, en general, detestaba la de los hombres. Los hombres le parecían declamatorios, groseros, fatigosos, pesados, frívolos, chulos, triviales. Las mujeres, al contrario, no eran groseras ni declamatorias ni pesadas. En ellas la vanidad era un adorno, y algunos defectos no desentonaban; poseían además la gracia y el embrujo de su sexo. De la más insignificante, pensaba, siempre había algo que extraer. Si alguna le resultaba insulsa o estúpida, se decía que era un hombre mal acabado.
Entretanto, las relaciones entre doña Fernanda y María Benedita se iban estrechando. Por entonces a ésta se la veía triste además de apocada; fue justamente la diferencia de temperamentos y situaciones lo que las unió. Doña Fernanda tenía, en gran escala, la virtud de la comprensión: amaba a los frágiles y los tristes por necesidad de hacerlos alegres y valerosos. Se contaban de ella muchos gestos de piedad y dedicación.
—¿Qué le ocurre? —le preguntó un día a la joven amiga—. Casi nunca se ríe, anda siempre con los ojos asustados, pensando…
María Benedita respondió que no le pasaba nada, que era su forma de ser; y al decirlo sonreía por mera condescendencia. En parte, atribuyó su melancolía a la pérdida de la madre. Doña Fernanda empezó a llevarla a todas partes, a invitarla a cenar, a darle un lugar en su palco si iba al teatro; gracias a aquello, y a su carácter divertido, alejó del alma de la moza los siniestros cuervos que la sobrevolaban. Pronto la costumbre y el afecto las hicieron amigas. No obstante, María Benedita siguió guardando su secreto.
«Sea cual sea el secreto, creo que lo mejor es casarla con Carlos María. Sonora tendrá que esperar.»
—Lo que usted necesita es casarse, María Benedita —le dijo dos días después, una mañana, en su granja de Mata-Cavalos. La muchacha había ido al teatro con ella, y se había quedado a pasar la noche allí—. Nada de peros. Usted necesita casarse, y va a casarse… Desde anteayer que quiero decírselo, pero estas cosas pierden fuerza cuando se hablan en la sala o por la calle. Aquí en la granja es distinto. Y si se anima usted a subir un poco al cerro, entonces sí que estaremos bien. ¿Me acompaña?
—Hace mucho calor…
—Pues es más poético, amiguita. ¡Ah, carioca sin sangre! Ustedes sólo llevan agua en las venas. Bien, quedémonos en este banco. Siéntese; yo me pondré a su lado, dispuesta a todo. O se casa usted, o se morirá. No me conteste. Usted no es feliz —prosiguió, cambiando de tono—. Puede disimular todo lo que quiera, pero se ve que le faltan ganas de vivir. Venga, dígamelo con franqueza, ¿siente inclinación por alguien? Si es así, confiéselo, que inmediatamente mando buscar la persona.
—No.
—¿No? Pues tanto mejor. No hace falta que se llene el corazón de libros. Conozco un buen inquilino.
María Benedita se volvió del todo hacia ella, los labios entreabiertos y los ojos dilatados. No se podía decir si desconfiaba de la propuesta o la esperaba con ansia. Como no atinaba a descubrir el verdadero estado de la muchacha, doña Fernanda la tomó primero de la mano y pidióle que le contara todo. Tan evidente era que amaba a alguien, tanto se le notaba en los ojos, que era imperioso que lo confesara; la instó pues, le rogó; si era preciso, estaba dispuesta a intimarla. La mano de María Benedita se había enfriado, los ojos escrutaban el suelo; por algunos instantes ninguna de ellas dijo nada.
—Vamos, hable —repitió doña Fernanda.
—No tengo nada que decir.
Incrédula, doña Fernanda le apretó más la mano, le rodeó la cintura con un brazo, la estrechó; le dijo en voz muy baja, al oído, que hiciese cuenta de que era su propia madre. Y la besaba en la cara, en la oreja, en la nuca, la hacía apoyar la cabeza en su hombro, con la otra mano la acariciaba. Todo, todo, quería saber todo. Si el amado estaba en la luna ella lo mandaría buscar —lo traería de donde fuese, salvo del cementerio; pero, si estaba en el cementerio, le daría uno tanto mejor que en pocos días la haría olvidar al primero. María Benedita oía agitada, palpitante, sin saber cómo huir —presta a confesar pero callando a tiempo, como si estuviese defendiendo su pudor. No negaba ni confesaba; pero, como tampoco sonreía, y temblaba de conmoción, era fácil entrever al menos media verdad.
—¿Pero acaso no soy su amiga, no me tiene confianza? Haga cuenta de que soy su madre.
María Benedita resistió poco más; se le habían agotado las fuerzas y necesitaba revelar algo. Doña Fernanda la escuchó emocionada. El sol ya acariciaba las cercanías del banco, y no tardó en treparles a los zapatos, al ruedo de las faldas, a las rodillas; pero ninguna de las dos le prestó atención. El amor las absorbía: la exposición de una ejercía un raro hechizo en la otra. Era una pasión no expresada, no compartida, no adivinada; pasión que iba cambiando de índole y de especie para transformarse en adoración pura. Al principio, cada vez que veía a la persona amada, había pasado por dos estados muy distintos: uno que no habría sabido definir y era alborozo, tontera, vuelcos del corazón, casi un desmayo; y el segundo, que era de contemplación. Ahora casi no quedaba sino éste. Había llorado mucho a solas, pasado noches y noches melancólicas; estaba pagando cara la magnitud de sus esperanzas. Pero nunca perdería la certeza de que él era superior a todos los otros hombres, un ente divino que, aun no fijándose en ella, siempre merecería ser adorado.
—Bien —dijo doña Fernanda cuando su amiga acabó de hablar—. Vamos a lo esencial, que es no seguir penando en balde. No, mi querida, esto de adorar a alguien que no nos hace caso es cosa de poetas. Déjese de poesía. Mire que la perjudicada será usted; porque él se casará con otra, pasarán los años, la pasión montará en la grupa de su caballo y un día, cuando menos se lo espere, usted se despertará sin amor ni marido. ¿Y quién es ese bárbaro?
—Eso no se lo diré —respondió María Benedita levantándose del banco.
—Muy bien, no me lo diga —dijo doña Fernanda, tomándola de las muñecas para hacerla sentar en sus rodillas. Lo principal es que se case. Si no puede ser con éste, será con otro.
—No.
—¿Sólo se casaría con él?
—Ni siquiera sé si con él —respondió María Benedita después de unos instantes—. Lo quiero como quiero a Dios, que está en el cielo.
—¡Virgen santísima! ¡Qué blasfemia! Dos blasfemias, muchacha. Pues primero, no se debe amar a nadie como a Dios. Y segundo, que un marido, por malo que sea, siempre es mejor que el mejor de los sueños.