¿Iban a casarse? ¿Pero entonces cómo…? María Benedita —era María Benedita quien se casaba con Carlos María; pero entonces Carlos María… Ahora comprendía; había sido todo error, confusión; lo que había parecido ser con una persona era con otra, y es así como se puede llegar a la calumnia y el crimen.
De esta suerte reflexionaba Rubião al volver al comedor, donde los camareros levantaban la mesa de la cena. Y continuó andando a lo largo de la sala: «¡Cómo son las cosas! Pensar que Palha quería casarme con su prima, sin saber que el destino le reservaba otro novio. No es feo el muchacho; en realidad es mucho más guapo que ella. Al lado de Sofía, María Benedita vale poco o nada; pero así es la simpatía… Así que se casan dentro de poco… ¿Será una boda de postín? Seguro que sí. Ahora Palha vive un poco mejor», y Rubião estudiaba los muebles, las porcelanas, los cristales, las bandejas. «Tendrá que ser de postín. Y luego el novio es rico…» Rubião pensó en el carruaje y los caballos que usaría; días antes, en el Ingenio Viejo, había visto una pareja que parecía de pintura. Encargaría una así, por cara que fuese; además tenía que hacerle un regalo a la novia. Estaba pensando en ella cuando la vio entrar.
—¿Dónde está la prima Sofía? —preguntó la joven.
—No lo sé. Ha estado aquí hace un rato.
Y, como la viese dispuesta a marcharse, le solicitó un momento, pidiéndole que no se enfadara. María Benedita aguardó; él, sin vacilar, le dio los parabienes. Sabía que iba a casarse… María Benedita se puso muy roja y murmuró que no lo divulgase. En ese momento no había allí ningún criado; Rubião le tomó una mano y la apretó entre las suyas.
—Yo soy de la casa —dijo—. Usted merece ser feliz, y espero que lo sea.
Un poco asustada, María Benedita retiró la mano liberándola; pero, para no ofender, al mismo tiempo sonrió. No hacía falta tanto: él estaba encantado. Sabemos que la moza no era bonita. Sin embargo estaba guapa a fuerza de felicidad. La naturaleza parecía haber depositado en ella sus más finas ideas. Sonriendo a su vez, Rubião continuó:
—Fue su prima quien me confió el secreto y me lo encomendó. No diré nada antes de tiempo. ¿Pero qué hay de malo en que se lo diga a usted? Usted es buena y se lo merece todo. No tiene por qué bajar los ojos; casarse no es una vergüenza. Ande, levante la cabeza y ría.
María Benedita puso en él unos ojos radiantes.
—¡Bravo! —aplaudió Rubião—. ¿Qué hay de malo en confesarse a un amigo? Déjeme decirle la verdad; creo que será usted feliz, pero admito que él será más feliz todavía. ¿Que no? Ya verá si no es cierto; él mismo le dirá lo que sienta y, si es sincero, usted se acordará de mi profecía. Sé muy bien que no existe una balanza para pesar los sentimientos… En fin, lo que quiero decirle es que es usted una criatura buena y linda… Ande, váyase ahora; si no seguiré diciendo verdades, y usted ya se ha ruborizado bastante…
En realidad María Benedita, oyendo el lenguaje de Rubião, se había ruborizado de gusto. En su casa no había encontrado nada más que aquiescencia. Ni siquiera Carlos María era tan tierno; la quería con circunspección. Le hablaba de felicidad conyugal como de un tributo que recibiría del destino —un pago obligado, integral y seguro. Tampoco era preciso que la tratase de otro modo para que ella lo adorase más que a cualquier cosa de este mundo. Rubião repitió la despedida y se quedó mirándola como a una hija. Así la vio atravesar la sala, viva y satisfecha, tan diferente de como había sido en otros tiempos, y desaparecer por una de las puertas. No puedo contener las palabras:
—¡Linda y buena criatura!