CXV

Rubião mantuvo el propósito de no volver a ver a Sofía; al menos no iba a Flamengo. Un día la vio pasar en un coche, con una dama del comité de las Alagoas; ella inclinóse risueña, saludándolo con la mano. Él retribuyó el saludo, quitándose el sombrero con cierto alborozo, pero no se quedó parado como le hubiera ocurrido antes; lanzó apenas una mirada al coche que iba pasando. También él siguió caminando, mientras pensaba en el lance de la carta y no entendía aquel saludo libre de odio y vergüenza, como si entre ellos no hubiera habido nada. Tal vez las tareas del comité y la presencia de una compañera explicaran la graciosa benevolencia de Sofía; pero Rubião no consideró está hipótesis.

—¿Podrá ser tan impúdica? —se preguntaba—. ¿No se acuerda ya de la carta que encontré, la carta que ella le envió a ese lechuguino de la Rua dos Invalidos? Es demasiado. Parece un desafío, una forma de decir que no le importa, que escribirá todas las cartas que quiera. Que las escriba, pues, pero que se gaste unos cobres en enviarlas por correo; no es tan caro…

Se rió al descubrir su propia malicia. Eso, y un hombre que pasó dedicándole una reverencia, le borraron la amargura de la nostalgia, y olvidó el asunto para ocuparse de otro que lo llevó al Banco de Brasil.

A la entrada del banco se cruzó con su socio, que estaba saliendo.

—Acabo de ver a doña Sofía —dijo Rubião.

—¿Dónde?

—En la Rua dos Ourives; iba en un coche con una dama que no conozco. ¿Cómo está usted?

—La ha visto y no se ha acordado de nada —observó Palha sin responder a la pregunta—. No se ha acordado de que pasado mañana, el miércoles, es su cumpleaños. No me atreveré a pedirle que venga a cenar, sería invitarlo a que se aburra; pero una taza de té sí que puede beber, aunque sea deprisa. ¿Me hará el favor?

Rubião tardó en responder.

—Iré a cenar —dijo al fin—. ¿El miércoles? Cuente conmigo. Confieso que me había olvidado; pero es que tengo tantas cosas en la mente… Espéreme dentro de media hora en el almacén.

Menos de media hora más tarde estaba allí para pedirle dos contos de reis. Palha ya no se resistía al derrumbe del capital; y, si alguna vez protestaba débilmente, en esa ocasión le entregó el dinero con indiferencia. Rubião no volvió a su casa sin comprar un magnífico brillante, que el miércoles envió a Sofía acompañado de un billete de visita y dos palabras de felicitación.

Sofía estaba sola en el cuarto de vestir, calzándose los zapatos, cuando la criada le entregó el paquete. Era el tercer regalo del día; la criada esperó a que lo abriese para ver qué era. Sofía se quedó deslumbrada al abrir la caja y encontrarse con la rica joya —una hermosa piedra en el centro de un collar. Esperaba algo bonito; pero, después de los últimos sucesos, apenas podía creer que Rubião fuera tan generoso. El corazón le latía con fuerza.

—¿El portador está fuera?

—Ya se ha ido. ¡Qué precioso, señora!

Sofía cerró la caja y acabó de calzarse. Permaneció un rato sentada, sola, recordando cosas pasadas, y se levantó pensando:

—Ese hombre me adora.

Intentó vestirse; pero al pasar frente al espejo se demoró unos instantes. Se complació en la contemplación de sí misma, de las formas ricas, de los brazos desnudos de arriba abajo, de los propios ojos contempladores. Cumplía veintinueve años; tenía la impresión de ser la misma que a los veinticinco, y no se engañaba. Ceñido y apretado el corsé ante el espejo, acomodó amorosamente los senos y estiró el magnífico cuello. Se le ocurrió entonces ver cómo le sentaba el brillante; sacó el collar y se lo puso. Perfecto. Volvióse de izquierda a derecha y viceversa; aproximándose, se arregló un poco más, aumentó la luz del camarín; perfecto. Guardó la joya.

—Ese hombre me adora —repitió.

«Probablemente estará él», pensó Rubião mientras iba a Flamengo. «Dudo que le haya hecho un regalo mejor que el mío.»

Carlos María estaba allí, en efecto, conversando con una dama del comité y María Benedita. Los convidados eran pocos; a propósito se había elegido y limitado. No estaban el mayor Siqueira ni su hija, ni las señoras ni los hombres que Rubião había conocido en la cena de Santa Teresa. Del comité de las Alagoas sólo se veían algunas damas; hallábase además el director del banco —aquél de la visita al ministro— con su mujer y sus hijas, otro personaje bancario, un comerciante inglés, un diputado, un despachante, un consejero, algunos capitalistas y poco más.

Puesto que evidentemente estaba en su gloria, Sofía pudo olvidar por un instante a los demás cuando vio que Rubião entraba en la sala y se dirigía hacia ella. Fuera cambio o falta de costumbre, el caso es que le encontró otro aspecto: paso firme, cabeza erguida, lo contrario, en suma, del antiguo gesto encogido y mínimo. Le estrechó la mano con fuerza y susurróle un agradecimiento. En la mesa lo hizo sentar junto a ella, situando del otro lado al presidente del comité. Rubião miraba todo con un aire de superioridad. La calidad de los invitados no le produjo impresión alguna, ni la atmósfera ceremoniosa, ni el lujo de la mesa; nada de eso lo deslumbró. La misma atención particular de Sofía, bien que le resultase agradable, no lo mareaba como en otro tiempo. Y de parte de ella, no obstante, los cuidados eran más solícitos, y los ojos más afectuosos y serviciales. Rubião buscó a Carlos María. Allí estaba, entre las mismas mozas que en la sala. Verificó que sólo se ocupaba de ellas; no miraba a Sofía, ni ésta a él.

«Tal vez disimulan», pensó.

Le pareció, al levantarse de la mesa, que cruzaban una mirada; pero el movimiento general de la reunión podía confundirlo y Rubião no sacó mayores conclusiones. Sofía se apresuró a tomarlo del brazo. Mientras caminaban, le dijo:

—Lo he estado esperando desde aquel día, pero usted no vino nunca más. Sin embargo tenía el derecho de exigírselo, para poder explicarme. Luego hablaremos.

Poco después Rubião pasó al gabinete de los fumadores. Oyó en silencio, con los ojos errantes. Cuando los otros salieron, se quedó solo, reclinado a medias en el sofá de cuero, sin pensar en nada. Ahora era la imaginación la que cumplía su oficio, pachorrienta —tal vez porque Rubião había comido mucho. Fuera iban llegando los invitados de la noche; la casa se llenaba, crecía el murmullo de las conversaciones sin que nuestro amigo abandonara sus hermosos sueños. Ni el mismo sonido del piano, que acalló todos los rumores, logró devolverlo a la tierra. Pero un aleteo de sedas, entrando en el gabinete, lo hizo despertar de golpe y ponerse en pie.

—De modo que aquí está —dijo Sofía—. Se esconde para escapar del aburrimiento; ni escuchar buena música quiere. Pensé que ya se había marchado. Vengo a hablar con usted.

Y sin más demora, porque no podía perder un minuto, le refirió cuanto sabemos de la carta hallada en el jardín de Botafogo; recordó que le había pedido que él mismo la abriese para leerla. ¿Qué mejor prueba de inocencia? Las palabras le brotaban veloces, serias, dignas, conmovidas. Momentos hubo en que los ojos se le humedecieron; enjugólos, y le quedaron enrojecidos. Rubião le tomó la mano y vio aún una lagrima, una pequeña lágrima que resbalaba hasta el borde de la boca. Entonces juró que sí, que le creía todo. ¿Qué era eso de llorar? Sofía volvió a secarse los ojos y tendióle una mano agradecida.

—Hasta luego —dijo ella.

El piano continuaba; Rubião le hizo notar esta circunstancia. Mientras durara la música nadie los interrumpiría.

—Pero es que no puedo ausentarme tanto tiempo —protestó Sofía—. Además tengo que dar órdenes. Hasta luego.

—Escúcheme —insistió Rubião.

Sofía se paró.

—Escuche. Déjeme decirle, y quizá por última vez…

—¿Por última vez?

—¿Quién sabe? Puede que sea la última. Me importa muy poco que ese hombre viva o no; pero es posible que alguna vez me lo encuentre aquí, y no estoy dispuesto a pelearme.

—Se lo encontrará todos los días. ¿No le ha contado Cristiano la noticia? Se va a casar con María Benedita.

Rubião dio un paso atrás.

—Sí, se casan —continuó ella—. El hecho es sorprendente, porque surgió cuando menos lo esperábamos; o estaban disimulando mucho, o les ha dado de repente. Se casan. María Benedita me contó una historia que otra persona me ha confirmado; pero a fin de cuentas la historia es siempre la misma. Se gustan uno al otro, y basta. Se casan dentro de poco. Cuando él habló con Cristiano, Cristiano le contestó que dependía de mí… ¡Como si fuese la madre de la muchacha! Consentí en seguida, y les deseo que sean felices. Él parece un buen joven; ella es una criatura excelente; han de ser felices por fuerza. Como trato es bueno, ¿sabe? Él está en posesión de todos los bienes del padre y la madre. María Benedita no tiene dinero; pero tiene la educación que yo le he dado. Recordará usted que cuando vino a vivir conmigo era un animalito de campo; no sabía casi nada; fui yo quien la educó. Mi tía lo merecía todo, y ella también. Bien, pues, es verdad: se casan dentro de poco. ¿No ha visto hoy que están siempre juntos? Todavía no hay participación oficial; pero los íntimos de la familia pueden saberlo.

Para alguien con tanta prisa, había sido un discurso demasiado largo. Razón por la cual a Sofía se le hizo tarde; repitió su hasta luego y se fue a la sala. El piano ya no sonaba; oíase un discreto rumor de aplausos y conversaciones.