Durante unos meses Rubião dejó de ir a Flamengo. No fue una decisión fácil de cumplir. Le costó muchas vacilaciones, duros arrepentimientos; más de una vez salió de su casa dispuesto a visitar a Sofía y pedirle perdón. Pero ¿por qué? No lo sabía, y sin embargo quería ser perdonado. En todas las tentativas de este género el recuerdo de Carlos María lo hacía retroceder. Llegado cierto punto, fue el propio lapso transcurrido lo que empezó a paralizarlo; habría sido muy extraño presentarse un día allí, como un triste hijo pródigo, sólo para suplicar el calor de los bellos ojos de la dueña de casa. Solía ir al almacén a visitar a Palha; éste, al cabo de cinco semanas, le reprochó la ausencia; y pasados dos meses le preguntó si era un propósito formal.
—He estado muy atareado —contestó Rubião—. Estos asuntos de política le comen a uno todo el tiempo. El domingo iré.
Sofía se preparó a recibirlo. Aguardaría la ocasión de explicarle qué contenía la carta, jurando que todas las cosas santas para demostrar que la verdad estaba con ella. Planes inútiles: Rubião no se presentó. Vino luego otro domingo, después otro más… Un día, no obstante, Sofía le remitió la suscripción para las Algoas. Él donó cinco contos de reis.
—Es mucho dinero —le dijo su socio cuando llevó el papel al almacén.
—Pues no pienso dar menos.
—Pero piense que puede dar mucho sin dar tanto. ¿O acaso cree que la colecta se hace entre media docena de personas? La cosa está en manos de muchas señoras y algunos hombres; las hojas de suscripción están en los mostradores de las tiendas, en la plaza do Comercio. Asigne menos.
—¿Y cómo, si ya está escrito?
—Este 5 bien puede transformarse en un 3. Tres contos es una espléndida asignación. Las hay mayores, pero son de gente obligada por su cargo o sus millones. Bonfim, por ejemplo, ha donado diez contos.
Rubião no pudo contener una risa irónica, meneó la cabeza y no se movió de los cinco contos. Sólo corregiría la cifra poniendo antes un 1: quince contos, más que Bonfim.
—No dudo de que pueda dar cinco, diez o quince contos —insistió Palha—. Pero su capital necesita prudencia, está usted tocándolo mucho… Fíjese que empieza a rendirle menos.
Palha era ahora el depositario de los títulos de Rubião (acciones, pólizas, escrituras), que estaban en la caja de caudales del almacén. Él cobraba los intereses, los dividendos y los alquileres de las tres casas que le había hecho comprar poco tiempo atrás, a bajo precio, y que le rendían muchísimo. Guardaba también una cantidad de monedas de oro, porque Rubião tenía la manía de coleccionarlas por puro deseo de contemplación. Conocía mejor que el propietario la suma total de los bienes, y asistía al trayecto que la carabela, sin temporal, iba cumpliendo por un mar de leche. Tres contos eran suficientes, insistió; y probaba su sinceridad por el hecho de ser justamente el marido de la fundadora del comité. Pero Rubião no quiso desistir; y aprovechó la ocasión para pedirle diez más; necesitaba diez contos. Palha ladeó la cabeza.
—Usted disculpe —le dijo al cabo de unos instantes—, ¿pero para qué los quiere? No me negará que va a perderlos, o arriesgarlos al menos.
Rubião se negó de la objeción.
—Si estuviese seguro de que voy a perderlos, no vendría a buscarlos. Tal vez sea arriesgado, pero no es sin arriesgar que se gana algo. Los necesito para un negocio —mejor dicho: tres negocios. Dos son préstamos seguros, y no pasan de un conto y quinientos reis. Los ocho y medio restantes son para una empresa. ¿Por qué menea la cabeza, si ignora de qué se trata?
—Por eso mismo. Si me consultara usted, si me dijera qué empresa y qué personas son ésas, en seguida le diría si puede arriesgarse; y en cuanto a los préstamos, ya veo que será dinero perdido. ¿Se acuerda de las acciones de aquella Compañía Unión de Capitales Honestos? Yo le advertí que era un título pomposo, una manera de engatusar a la gente y dar traba a individuos necesitados. Usted no quiso creerme, y cayó. Las acciones están por el suelo y este semestre ya no hay dividendos.
—Pues venda justamente esas acciones, me conformo con el líquido. O si no déme de la caja de nuestra firma… Si quiere, vuelvo a pasar más tarde; o me los manda usted a Botafogo. Cauciones, unas pólizas, si le parece mejor…
—No, no lo haré. No pienso darle los diez contos —se obstinó fogosamente Palha—. Se ha acabado esto de ceder a todo; mi deber es resistirme. ¿Préstamos seguros? ¿Qué clase de préstamos? ¿No ve que le roban el dinero, que no le pagan las deudas? Sujetos que llegan al punto de cenar cada día con el mismísimo acreedor, como cierto Carneiro que he visto en su casa. De los otros no sé si también le deben algo; lo más posible es que sí. Me parece una exageración. Le estoy hablando como amigo; después no me diga que no le avisé a tiempo. ¿De qué vivirá si despilfarra todo lo que tiene? Nuestra firma puede quebrar.
—No quebrará —replicó Rubião.
—Pues puede quebrar, todo puede quebrar. Yo vi quebrar al banquero Soto en 1864.
Rubião meditaba los consejos de su socio, no porque fueran buenos o sagaces, sino porque vislumbraba una intención amable disfrazada de forma cruda. Los agradeció de corazón, pero rechazólos; necesitaba diez contos. Cierto que a partir de entonces podía tener más prudencia, y por lo pronto le aseguraba que sería menos blando. Por lo demás, tenía dinero de sobra para dar y para vender…
—Sólo para vender —corrigió Palha. Y un instante después agregó—: Bien, ahora ya es tarde. Mañana le llevaré los diez contos. ¿Pero por qué no pasa a buscarlos por nuestra casa de Flamengo? ¿Qué mal le hicimos? Aunque más bien habría que decir qué le hicieron, pues visto lo que veo aquí, el enfado es con las mujeres. ¿Qué le hicieron, para que las castigue así? —concluyó riendo.
Rubião evitó la mirada del socio, cuyas palabras le parecían filosas de ironía, como la de alguien que supiera todo y estuviese burlando. Cuando volvió a encontrarla, descubrió el mismo gesto inquisitivo y respondió:
—No me han hecho nada, iré mañana por la noche.
—Venga a cenar.
—No puedo, tendré unos amigos en casa. Iré por la noche. —Y procurando reír—: No las castigue, que no me hicieron nada.
«Alguien lo está influyendo», reflexionó Palha una vez Rubião se hubo ido. «Alguien que envidia nuestra relaciones. Aunque también puede ser que Sofía le haya hecho alguna para alejarlo de casa…».
Rubião volvió a asomarse a la puerta; no había tenido tiempo de llegar a la esquina. Quería decir que, como necesitaba pronto el dinero, iría a buscarlo al almacén. Luego, por la noche, pasaría a visitarlos. Necesitaba el dinero antes de las dos de la tarde.