Tan nerviosa estuvo durante los primeros instantes que no se ocupó de la carta. Por fin empezó a volverla de un lado y otro sin adivinar el contenido; pero poco a poco, ya dueña de sí, recordó que debía ser la circular del comité de las Alagoas. Abrió el sobre: era la circular. ¿Cómo había llegado semejante carta a manos de él? ¿Y de dónde le venía la sospecha? ¿De sí mismo o de fuera? ¿Estaría en peligro? Buscó al criado que había llevado la carta a Carlos María y le preguntó si la había entregado. Supo que no. Al llegar a la Rua dos Invalidos, el criado no había hallado el papel en el bolsillo y, temeroso, no le había dicho nada al ama.
Dispuesta a no salir, Sofía volvió a la sala. Recogió la carta y el sobre para enseñárselos a Rubião y demostrarle que no tenían importancia; pero, probablemente, él iba a sospechar que había reemplazado el papel. ¡Maldito hombre!, murmuró. Y empezó a caminar de un lado a otro.
Una bandada de recuerdos le irrumpió en el alma. La imagen de Carlos María fue a posarse ante ella, con sus grandes ojos de espectro querido y odiado. Sofía quiso arredrarlo pero no pudo; la acompañaba de un lado a otro sin perder la pose esbelta y masculina ni el aire de ironía sublime. A veces lo veía inclinarse, articulando las mismas palabras de cierta noche de baile, palabras que le habían costado horas de insomnio y días de esperanza antes de perderse en la irrealidad. Sofía nunca había comprendido por qué se había malogrado aquella aventura. El hombre parecía quererla de verdad, y nadie lo había obligado a declararlo con tanta audacia ni a pasearse frente a la ventana de ella, a medianoche, como aseguraba. Recordó aún otros encuentros, palabras furtivas, miradas largas y cálidas, y no atinaba a comprender cómo tanta pasión había terminado en nada. Probablemente no había habido pasión alguna; puro galanteo; cuando mucho, una forma de probar su fuerza de atracción… Naturaleza de mequetrefe, de cínico, de fútil.
¿Qué le importaba el misterio? Era un individuo fútil. Se le avivaron la furia y el desdén. Llegó a reírse de él; podría enfrentarlo sin remordimientos. Y así siguió paseándose, vengándose del tonto —lo llamaba tonto— y alzando al aire los ojos de inmaculada. En verdad, se estaba preocupando demasiado; comenzó a maldecir a Rubião porque, por culpa de una triste circular, había despertado a semejante hombre del olvido… Después tornó a los primeros recuerdos, a las palabras de Carlos María. Si a todos les parecía hermosa, ¿por qué no iba a parecérselo también a él, que se lo había dicho? Tal vez, si no se hubiese mostrado tan agradecida, tan rastrera, aún lo habría tenido a sus pies…
De pronto la criada, que estaba en la otra sala, oyó que algo se rompía en la de visitas. Entró corriendo y vio al ama sola, de pie.
—No es nada —dijo ésta.
—Me pareció oír…
—Es ese muñeco, que se cayó; recoja los trozos.
—¡El chino! —exclamó la criada.
Era, de hecho, un mandarín de porcelana, pobre diablo que siempre había estado muy quieto en un estante. Sin saber cómo ni desde cuándo, Sofía se había encontrado sosteniéndolo entre los dedos; al pensar en su humillación voluntaria había sentido un impulso —acaso rabia de sí misma—, y había tirado el muñeco al suelo. ¡Pobre mandarín! De nada le había valido ser de porcelana; ni siquiera le había servido de algo ser un regalo de Palha.
—Pero señora, como es el chino…
—¡Váyase!
Sofía recordó todo su proceder con Carlos María, las fáciles aquiescencias, los perdones anticipados, las miradas con que lo buscaba, los apretones de mano, tan fuertes… Era eso: le había arrojado a los pies. Después el sentimiento empezó a cambiar. A pesar de todo, era natural que ella lo atrajera, y la conformidad moral de ambos falseaba el abandono de uno. Tal vez el motivo fuese otro. Escavó razones posibles, algún gesto duro y frío, alguna falta de atención para con él; recordó que cierta vez, por miedo a recibirlo sola, había mandado decirle que no estaba en casa. Sí, tal vez fuera eso. Carlos María era orgulloso; la menor afrenta lo irritaba. Comprendió que era mentira… Allí estaba la razón.