CIII

Al séptimo día de la muerte de Freitas rezóse en São Francisco de Paula la misa de costumbre; Rubião concurrió, y se encontró a Carlos. Eso fue suficiente para precipitar la devolución de la carta; tres días después se la metió en el bolsillo y fue corriendo a Flamengo. Eran las dos de la tarde. María Benedita había ido a visitar a unas amigas del vecindario que la habían acompañado en los primeros días de aflicción. Sofía estaba sola, vestida para salir.

—Pero no tiene importancia —le dijo invitándolo a sentarse—. Me quedo, o salgo más tarde.

Rubião respondió que no la demoraría mucho; venía a darle un papel.

—De todos modos siéntese. Un papel también se puede dar sentado.

Estaba tan bonita que él vaciló en decirle las duras palabras que llevaba preparadas. El luto le sentaba muy bien, y el vestido parecía un guante. Sentada como estaba, veíasele la mitad del pie, zapato de raso, media de seda, cosas todas que rogaban misericordia y perdón. En cuanto a la espada de aquella vaina —así llama un viejo autor al alma—, parecía no tener filo ni campañas; era un ingenuo cuchillo de marfil. Rubião estuvo a punto de flaquear; la primera palabra arrastró a las otras.

—¿Y qué es ese papel?

—Un papel que imagino grave —dijo él conteniéndose—. ¿Pero no recuerda haber perdido una carta?

—No.

—¿Acostumbra escribir cartas?

—He escrito algunas; pero no recuerdo si graves. Déjeme ver.

Rubião tenía los ojos desorbitados. No dijo ni hizo nada. Tras unos instantes de silencio e inquietud, prosiguió sin rabia:

—Para usted no es un secreto que yo la quiero bien. Lo sabe, y no me rechaza ni me acepta, pero me anima con sus graciosos modos. Yo nunca me he olvidado de Santa Teresa ni de nuestro viaje en tren, cuando veníamos los dos con su marido en el medio. ¿Se acuerda? Aquel viaje fue mi desgracia; desde entonces me tiene usted prisionero. Usted es mala, tiene genio de cobra; ¿qué mal le hice yo? Acepto que no me quiera, pero podría desengañarme de una vez por todas…

—Cállese; viene gente —lo interrumpió Sofía, levantándose también y mirando hacia la puerta.

No se acercaba nadie; sin embargo podían oír algo, porque la voz de Rubião iba avivándose y creciendo. Creció todavía más. Ya no defendía esperanzas; abría y desplegaba el alma.

—No me importa que oigan —gritó—. Pueden oírme, si quieren. Lo diré todo, usted me echará y habremos acabado. No, no se puede hacer sufrir tanto a un hombre…

—¡Por amor de Dios, cállese!

—¡Pero qué Dios! Escuche lo que falta, porque no pienso guardarme nada…

Enloquecida, temiendo realmente que algún criado oyese, Sofía levantó una mano y le tapó la boca. Al contacto de aquella epidermis querida, Rubião se quedó sin voz. Sofía retiró la mano y dispúsose a dejar la sala. Pero al llegar a la puerta se detuvo. Rubião se había acercado a la ventana para convalecer de la explosión.