Se fue el moleque; Rubião se quedó paseando por el jardín, las manos en los bolsillos de la bata, los ojos en las flores. ¿Qué habría tenido de malo mandar unas cuantas? Era un presente natural, y hasta obligado para pagar una cortesía con otra. Había hecho mal. Corrió hasta el portón, pero el moleque ya estaba muy lejos. Entonces Rubião advirtió que el luto excluía los recuerdos alegres, y se quedó tranquilo.
Lástima que, al reanudar el paseo, descubrió una carta junto a un parterre. Inclinóse, la levantó y leyó el sobre… La letra era la de ella, sin duda la de ella; la comparó con la del billete: era igual. El destinatario era el diablo: Carlos María.
—Sí, es eso lo que pasó —se dijo al cabo de unos minutos—. El mensajero también llevaba esta carta y se le cayó.
Y examinándola por todos lados se preguntó por el contenido. ¡Ah, el contenido! ¿Qué habría escrito en ese papel homicida? Perversidad, lujuria, todo el idioma del mal y la demencia resumido en dos o tres líneas. Se la puso ante los ojos para ver si podía leer algo; el papel era grueso; no se veía nada. Dándose cuenta de que el mensajero volvería a buscar la carta cuando descubriese que la había perdido, se la metió en el bolsillo atropelladamente y corrió a la casa.
Dentro la sacó y volvió a examinarla; las manos le vacilaban, reproduciendo el estado de su conciencia. Si la abría se enteraría de todo. Una vez leída y quemada, nadie más conocería el contenido, y él aniquilaría de una vez con esa terrible fascinación que lo tenía penando junto a un abismo de oprobios… No soy yo quien habla; es él; él es quien murmura éstas y otras palabras ruines, él quien se para en medio de la sala con la mirada en la alfombra, en cuya trama se dibuja un turco indolente que, con la pipa en la boca, contempla el Bósforo… Debía ser el Bósforo.
—¡Carta del demonio! —rugió sordamente, repitiendo una frase que semanas antes había oído en el teatro; frase olvidada que ahora venía a expresar la analogía moral entre espectador y espectáculo.
Le dieron ganas de abrirla; era apenas un gesto, un acto. Nadie lo veía, los cuadros de la pared estaban quietos e indiferentes, el turco de la alfombra seguía fumando y mirando el Bósforo. Con todo, sentía escrúpulos; había encontrado la carta en el jardín y no le pertenecía a él sino a otro. De haber sido dinero, ¿no se lo habría devuelto al dueño? Crispado, volvió a metérsela en el bolsillo. Entre mandar la carta al destinatario y entregársela a Sofía, optó por la segunda alternativa; tenía la ventaja de permitirle leer la verdad en las facciones de la autora.
—Le digo que encontré una carta así y asá —pensó Rubião—, y antes de dársela me fijo bien qué cara pone, si se asusta o no. Quizá empalidezca; entonces la amenazo, le hablo de la Rua da Harmonia; le juro que estoy dispuesto a gastar trescientos, ochocientos, mil contos, dos mil si fuera preciso para estrangular al infame…