Soñoliento, Rubião se sentó en la cama sin reparar en la letra del sobre; abrió el billete y leyó:
Ayer nos quedamos muy preocupados cuando usted se fue. Cristiano no irá a verlo ahora porque se ha despertado tarde y tiene una entrevista con el inspector de la aduana. Háganos saber si se encuentra mejor. Recuerdos de María Benedita y de su amiga y servidora
SOFÍA.
—Dígale al mensajero que espere.
Veinte minutos después la respuesta llegaba a manos del moleque que había llevado el billete; fue el propio Rubião quien se la entregó, preguntándole luego cómo estaban las señoras. El moleque dijo que estaban bien. Rubião le dio diez tostones y recomendóle que, cuando necesitase algún dinero, fuese allí a buscarlo. Azorado, el muchacho dilató los ojos y prometió que lo haría.
—¡Hasta pronto! —le dijo benévolamente Rubião.
Y permaneció inmóvil mientras el mensajero bajaba los pocos escalones. Iba éste por la mitad del jardín cuando oyó gritar:
—¡Espera!
Se volvió para acudir al llamado; Rubião ya había bajado unos escalones; fueron uno hacia otro y se pararon en silencio. Pasaron dos minutos sin que Rubião abriese la boca. Por fin preguntó cualquier cosa: si las señoras estaban bien. Era la misma pregunta de hacía unos minutos; el moleque repitió la respuesta. Luego Rubião dejó vagar la mirada por el jardín. Rosas y margaritas estaban frescas y hermosas, se abrían algunos capullos, y flores y arbustos, begonias y enredaderas, todo ese pequeño mundo parecía dirigir a Rubião sus ojos invisibles y exhortarlo:
«¡Alma sin energía, acaba de una vez con tu deseo! ¡Recógenos y envíanos!».
—Bien —dijo al fin Rubião—. Recuerdos a las señoras. No olvides lo que te he dicho; si necesitas algo, ven a verme. ¿Has guardado la carta?
—Sí, señor, aquí está.
—Mejor métetela en el bolsillo. Pero cuida que no se arrugue.
—No, señor, no la arrugaré —contestó el criado acomodando la carta.