XCVII

Cuando Rubião llegó a la esquina de Catete, la costurera hablaba con un hombre que la había estado esperando y que la tomó del brazo. Los vio echar a andar conyugalmente hacia la Gloria. ¿Casados? ¿Amigos? En el primer recodo de la calle se perdieron, mientras Rubião se quedaba parado, recordando las palabras del cochero, la celosía, el joven de bigotes, la señora de cuerpo bonito, la Rua da Harmonia… Rua da Harmonia; la mujer había dicho Rua da Harmonia.

Se acostó tarde. Estuvo un buen rato en la ventana, rumiando, con un cigarro encendido, sin lograr explicarse el asunto. Dondon era por fuerza la encubridora; debía serlo, tenía ojos astutos, pensaba Rubião.

—Mañana me levanto temprano y voy allá; la espero en la esquina, le doy cien mil reis, doscientos, quinientos. Tiene que confesarme todo.

Cansado, miró el cielo; allí estaba la Cruz del Sur… ¡Ah, si ella hubiese consentido en mirarla! Otra habría sido la vida de los dos. La constelación, fulgurando extraordinariamente, pareció confirmar ese sentimiento; y Rubião se quedó mirándola, componiendo mil escenas bellas y amorosas, viviendo lo que habría podido ser. Cuando el alma se le hubo hartado de amores inquebrantables, a nuestro amigo se le ocurrió que la Cruz del Sur no sólo era una constelación sino también una orden honorífica. De allí pasó a otra serie de pensamientos. Le pareció genial la idea de hacer de la Cruz del Sur una distinción nacional y privilegiada. Ya había visto la insignia en el pecho de algún servidor público. Era bella, pero sobre todo rara.

—¡Tanto mejor! —dijo en voz alta. Cuando se apartó de la ventana eran cerca de las dos; la cerró y fue a meterse en la cama, donde en seguida se quedó dormido. Despertóse al sonido de la voz del criado español, que le traía un billete.