Y el hombre empujado apenas sintió el empujón. Caminaba absorto pero satisfecho, explayando el alma, libre de cuidados y fastidios. Era el director de banco, el que acababa de presentar su pésame a Palha. Sintió el empujón y no se irritó; componiéndose el abrigo y el alma, siguió caminando tranquilamente.
Conviene decir, para explicar la indiferencia de este hombre, que en el lapso de una hora había sufrido conmociones opuestas. Primero había ido a la casa de un ministro de Estado a tratar la petición de un hermano suyo. El ministro, que acababa de cenar, fumaba callado y apacible. El director le había expuesto atropelladamente el asunto, volviendo atrás, saltando adelante, ligando y desligando las frases. Mal sentado, para no perder la actitud de respeto, había mantenido en la boca una sonrisa constante y devota; y continuamente se inclinaba y pedía disculpas. El ministro le había hecho algunas preguntas; él, animado, había dado respuestas largas, extremadamente largas, y acabado presentando un memorial. Después, levantándose y dando gracias, había estrechado la mano del ministro, que lo había acompañado hasta el umbral. Allí el director había hecho dos reverencias —una plena, antes de bajar la escalera, otra en vano, ya abajo, en el jardín; en vez del ministro, sólo había visto la puerta de vidrio oscuro y en el umbral, colgando del dintel, la farola de gas. Se había calado el sombrero y echado a andar, alejándose humillado, avergonzado de sí mismo. No era el asunto lo que lo afligía, sino los cumplidos que había hecho, las disculpas que había pedido, la actitud sumisa, el rosario de actos sin provecho. Así había llegado a la casa de Palha.
A los diez minutos tenía el alma restañada y restituida a sí misma, tales habían sido las cortesías del dueño de casa, las inclinaciones de cabeza y el perenne atisbo de sonrisa, sin contar los ofrecimientos de té y cigarros. Entonces el director se había vuelto severo, superior, frío, sujeto de pocas palabras; hasta había hinchado con desdén la aleta izquierda de la nariz, a propósito de una idea de Palha, que de inmediato la había descartado concediendo que era absurda. Había copiado al ministro los ademanes lentos. Y al salir, las reverencias no habían sido suyas sino del dueño de casa.
Al llegar a la calle ya era otro; por eso el paso lento y sosegado, el alivio del alma devuelta a sí misma y la indiferencia con que había recibido el empujón de Rubião. Había perdido el recuerdo de sus adulaciones; ahora saboreaba golosamente las adulaciones de Cristiano Palha.