XCIV

Sofía, que no tardó en bajar, encontró a Rubião trastornado, los ojos despavoridos. Le preguntó qué le pasaba; él dijo que nada, dolor de cabeza. Dondon se marchó; el director de banco ya se despedía; Palha le agradecía la delicadeza, le elogiaba la salud. ¿Dónde estaba el sombrero? Lo encontró; dióle también el abrigo; y, pareciéndole que el hombre buscaba algo más, le preguntó si era el bastón.

—No, el paraguas. Creo que es éste. Sí, es éste. Adiós.

—Gracias otra vez, muchas gracias —dijo Palha—. Déjese de cortesías y póngase el sombrero, que está muy húmedo. Gracias, muchas gracias repitió, doblado en ángulo y estrechando la mano del hombre entre las suyas.

Al volver al estudio se encontró con su socio, que se empecinaba en marcharse. Le insistió que se quedara; le dijo que tomara una taza de té, que se la traerían en seguida; Rubião rechazó todo.

—Tiene la mano fría —dijo la joven al apretársela—. ¿Por qué no espera un poco? El agua de melisa es muy buena para estas cosas. Voy a buscar.

Rubião la detuvo; no era necesario; conocía esos achaques; se curaban durmiendo. Palha quiso mandar por un tílburi; pero el otro contestó que el aire de la noche le haría bien y que en Catete encontraría un coche.