XCIII

Viéndose solo con las dos mujeres, Rubião empezó a pasearse, amortiguando los pasos para no incomodar. De vez en cuando llegaban desde la sala algunas palabras de Palha: «En todo caso, puede estar seguro…». — «Administrar un banco no es un juego de niños…» — «Positivamente…». El director hablaba poco, seco y bajo.

Una de las costureras dobló la costura y recogió apresuradamente retazos, tijeras, carretes de hilo y de cinta. Era tarde. Se iba.

—Espera un poquito, Dondon, que yo también me voy.

—No, no puedo. ¿Podría decirme el señor qué hora es?

—Las ocho y media —respondió Rubião.

—¡Jesús, qué tarde!

Por decir algo, Rubião preguntó por qué no esperaba un momento, como pedía la otra.

—Sólo esperaré que baje doña Sofía —contestó Dondon con respeto—. ¿Pero sabe usted dónde vive ésta? Vive en la Rua do Passeio. Yo, en cambio, tengo que llevar mis huesos hasta la Rua da Harmonia. Y menudo estirón tengo hasta allí.