Sonó la campanilla de la cena; Rubião compuso el rostro para que sus convidados (siempre tenía cuatro o cinco) no advirtiesen nada. Los encontró en la sala de visitas, conversando, a la espera; se levantaron todos y alborozadamente fueron a estrecharle la mano. En ese momento Rubião sintió un impulso inexplicable: darles la mano a besar. A tiempo se retuvo, pasmado de sí mismo.