Rubião llegó al final de la Rua da Saúde. Andaba sin rumbo, con los ojos vagos y desatentos. Cerca de él pasó una mujer, nada hermosa, sencilla no sin elegancia, antes pobre que provista pero fresca de facciones; tendría unos veinticinco años y llevaba un niño de la mano. Éste tropezó con las piernas de Rubião.
—¿Qué pasa, ñoñó? —dijo la moza levantando al niño por el brazo.
Rubião se agachó a ayudarlo.
—Muchas gracias. Disculpe —dijo ella sonriendo, y lo saludó.
Sonriendo a su vez, Rubião se levantó el sombrero. Una vez más se apoderó de él la visión de la familia. «¡Cásese y verá que tengo razón!». Se detuvo, miró hacia atrás y vio alejarse a la joven, el pequeño junto a ella apurando las piernas para ajustarse a su paso. Luego siguió andando lentamente, pensando en varias mujeres que bien podía elegir para ejecutar a cuatro manos la sonata conyugal, música seria, regular y clásica. Pensó incluso en la hija del mayor, que apenas conocía viejas mazurcas. De pronto oía la guitarra del pecado, tañida por los dedos de Sofía, que a un tiempo lo deleitaban y aturdían; y allá se perdía la castidad del otro plano. Terco, sin embargo, se esforzaba por cambiar otra vez de partitura; pensaba en la joven de Saúde, tan lindas maneras, la criatura de la mano…