LXXXV

Pero no hay serenidad espiritual que quite una sola pulgada a la túnica del tiempo cuando la persona misma no encuentra manera de acortarla. Al contrario, las ansias de ir a Flamengo esa noche entorpecieron el paso de las horas. Era temprano, temprano para todo, para ir a la Rua do Ouvidor, para volver a Botafogo. El doctor Camacho estaba en Vassouras defendiendo a un reo. No había entretenimiento público alguno, ni fiesta ni sermón. Nada. Profundamente aburrido, Rubião cruzaba y descruzaba las piernas mientras leía los periódicos al azar, o deteniéndose en un simple choque de coches. En Minas nunca se había aburrido tanto. ¿Por qué? No pudo solucionar el enigma, puesto que en Río de Janeiro tenía más motivos de distracción, y éstos lo distraían de verdad. Y sin embargo había horas de un tedio mortal.

Felizmente hay un dios para los hastiados. Rubião se acordó de que Freitas —ese hombre tan alegre— estaba gravemente enfermo; llamó un tílburi y fue a visitarlo a Praia Formosa, donde vivía. Allí pasó cerca de dos horas conversando con el postrado; cuando éste se quedó dormido, Rubião se despidió de la madre —un desecho de vieja— y antes de salir, ya en la puerta, le dijo:

—La señora ha de tener apuros económicos. —Y viéndola morderse el labio y bajar los ojos, agregó—: No se avergüence: la necesidad aflige, pero no se debe avergonzar. Lo que yo querría ahora es que aceptara usted algo que voy a dejarle para atender a los gastos; ya me pagará algún día, si puede…

Abrió la billetera, sacó seis billetes de veinte mil reis, hizo un bollo con todos y se lo puso en la mano. Abrió la puerta y salió. La anciana, asombrada, no tuvo ánimo para agradecer; sólo cuando oyó rodar el tílburi pudo correr hasta la ventana, pero el benefactor ya se había perdido de vista.