LXXXIII

Un día salió de su casa más temprano que de costumbre y, sin saber adónde ir, se encaminó al almacén. Hacía una semana, desde que Sofía había entrado en uno de sus períodos de hosquedad, que no pisaba Flamengo. Encontró a Palha de luto; acababa de morir la tía de su mujer, Doña Augusta, la que vivía en el campo; la noticia les había llegado la antevíspera por la tarde.

—¿La madre de esa muchacha?

—Exacto.

Palha habló elogiosamente de la difunta; luego, del dolor de María Benedita; estaba que daba pena. Le preguntó por qué no iba esa noche a Flamengo, para ayudarlos a distraerla. Rubião prometió ir.

—Venga, nos hará un favor; la pobre lo merece todo. No imagina usted qué primor de muchacha. Buena educación, muy severa; y en cuanto a las prendas de sociedad, si no las recibió de niña, ha recuperado el tiempo con una rapidez extraordinaria. Sofía le da clases. Y como ama de casa, amigo mío, dudo de que se encuentre mujer tan completa a su edad. De ahora en adelante se quedará con nosotros. Tiene una hermana, María José, casada con un juez de Ceará; también tiene un padrino en São João del Rei. La difunta hablaba muy bien de este hombre; no creo que la mande buscar; pero aunque lo haga, yo no se la entrego. Ahora es nuestra. No ha de ser por lo que el padrino quiera dejarle en herencia que nos privemos de ella. Se quedará aquí —concluyó, quitando con el dedo un poco de polvo que Rubião tenía en el cuello.

Rubião agradeció. Luego, como estaban en el despacho, al fondo, miró por entre las rejas y vio que estaban entrando unos fardos al almacén. Preguntó qué eran.

—Son unos paños ingleses.

—Paños ingleses —repitió Rubião con indiferencia.

—A propósito, ¿sabe que la firma Morais e Cunha pagará todo lo que debe a sus acreedores?

Rubião no sabía nada, ni si existía la tal firma ni si ellos estaban entre los acreedores; oyó la noticia, respondió que se alegraba mucho y se dispuso a marcharse. Pero el socio lo retuvo aún unos instantes. De repente se había puesto alegre; no parecía que se le hubiera muerto alguien. Volvió a hablar de María Benedita. Tenía intención de casarla bien; ni era dada a charlatanerías ni se dejaba llevar por fantasías bobas; era sensata, se merecía un buen esposo, una persona seria.

—Sí, claro —respondía Rubião.

—Escúcheme —murmuró súbitamente el socio—. No se asombre de lo que voy a decirle. Creo que el que se casará con ella es usted.

—¿Yo? —respondió Rubião pasmado—. De ningún modo. —Y en seguida, para atenuar el efecto de la negativa—: No es que no sea una joven digna y perfecta; pero yo… por el momento… no pienso casarme.

—Nadie le dice que tenga que ser mañana o pasado. El matrimonio no es cosa que pueda improvisarse. Lo que digo es que tengo una corazonada. Son ocurrencias mías. ¿Sofía nunca se lo ha dicho?

—Nunca.

—Qué extraño. A mí me dijo que se lo había dicho una o dos veces, no recuerdo bien.

—Es posible, yo soy muy distraído. ¿Se refiere a que querían casarme con la joven?

—No, a que yo tuve la corazonada. Pero dejémoslo ya. Tiempo al tiempo.

—Adiós.

—Adiós. Llegue temprano.