Tales sueños iban y venían. ¿Qué misterioso Próspero transformaba esa isla banal en mascarada sublime? «Anda, Ariel, trae a tus compañeros para que yo muestre a esta joven pareja algunos prodigios de mi hechicería». Las palabras no diferían de las de la comedia; la isla era otra, la isla y la mascarada. Aquélla era la cabeza de nuestro amigo; ésta no constaba de diosas ni de versos, sino de seres humanos y prosa de salón. Concedamos empero que era rica. No olvidemos que el Próspero de Shakespeare era un duque milanés; quizá por eso se hubiera metido en la cabeza de Rubião.
En verdad, las novias que en ese sueño de bodas aparecían junto a Rubião eran siempre nobles. Los nombres eran los más sonores y fáciles de nuestra aristocracia. Y la explicación es la siguiente: pocas semanas antes Rubião había visto un almanaque de Laemmert y, al hojearlo, había dado con la sección dedicada a los títulos. Cierto que tenía noticia de algunos, pero estaba lejos de conocerlos todos. Se había comprado pues un ejemplar y lo había leído varias veces, dejando resbalar los ojos desde los marqueses hasta los barones, volviendo atrás, repitiendo los nombres bonitos, aprendiendo muchos de memoria. A veces tomaba papel y pluma, escogía un título moderno o antiguo y, como si fuese el dueño o firmase algún documento, escribía repetidamente:
Marqués de Barbacena
Marqués de Barbacena Marqués de Barbacena
Marqués de Barbacena
Y así, con letra ora grande, ora pequeña, inclinada hacia atrás, recta, de todo tipo, llegaba al final. Una vez llena la página comparaba las firmas; luego soltaba el papel y se perdía en el aire. De ahí la jerarquía de las novias. Lo peor era que todas tenían la cara de Sofía; en los primeros momentos podían parecerse a alguna vecina, o a la joven que por la tarde había piropeado en la calle; podían empezar siendo flacas o gordas; pero no tardaban en mudar de figura, en llenar o vaciar el cuerpo, y sobre esos cambios iba a rutilar el rostro de la hermosa Sofía, sus ojos turbios o serenos. ¿Ni siquiera casándose podría escapar? Rubião llegó a pensar en la muerte de Palha; fue cierto día, al salir de la casa de éste, luego de haberle oído a ella muchas cosas vagas y bonitas. La sensación de ventura fue inmensa, por mucho que enseguida rechazase la idea como un augurio ruin. Días más tarde, cambiadas las formas, volvía definitivamente a sus planes. A menudo era el propio Palha quien lo despertaba de los sueños conyugales.
—¿Tiene algo que hacer esta noche?
—No.
—Pues compre una entrada para el Teatro Lírico. Palco número ocho, primera fila a la izquierda.
Rubião llegaba temprano, los esperaba y ofrecía el brazo a Sofía. Si ella estaba de buen humor, la noche era la mejor del mundo. Si no, era un martirio, para emplear las palabras que un día usara él hablando con el perro:
—Mi pobre amigo, ayer viví un martirio.
—Cásate, y verás si no tengo razón —replicó Quincas Borba.
—Sí, mi pobre amigo —dijo él tomándolo de las patas delanteras para ponérselo sobre las rodillas—. Tienes razón; necesitas una buena amiga que te cuide como no lo hago yo. Quincas Borba, ¿te acuerdas todavía de nuestro Quincas Borba? Buen amigo mío, gran amigo, también yo fui amigo de él, éramos grandes amigos. Si estuviese vivo sería mi padrino de boda, haría los brindis —al menos el de honor, para los novios— y yo mandaría hacer una copa de oro para él… ¡El gran Quincas Borba!
El espíritu de Rubião estaba al borde del abismo.