Antes de ocuparse de la novia se ocupó de la boda. Ese día y los siguientes dispuso en la imaginación las pompas matrimoniales, los coches —si es que aún había coches magníficos y antiguos como los que había visto en los grabados de los libros. ¡Ah, coches grandes y soberbios! ¡Cómo le gustaba ir a las puertas de la ciudad, en los días de gala grande, para ver llegar el cortejo imperial, especialmente el coche de Su Majestad, vastas proporciones, elásticos fuertes, pinturas finas y antiguas, cuatro o cinco parejas guiadas por un cochero grave y digno! También aparecían otros, de tamaño menor, pero aun así tan grandes que llenaban los ojos.
Alguno de éstos habría podido servirle para la boda, de no haber estado la sociedad toda nivelada ya por el vulgar coupé. Pero, en fin, usaría un coupé; se lo imaginaba magníficamente forrado, ¿de qué? De un paño fuera de lo común, que por ahora ni él mismo distinguía, pero que daría al vehículo un aire distinto. Pareja rara. Cochero con uniforme dorado. ¡Ah, pero de un dorado nunca visto! Invitados de primer orden, generales, diplomáticos, senadores, uno o dos ministros, muchas celebridades del comercio; ¿y las damas, las grandes damas? Rubião las enumeraba mentalmente; veíalas entrar, él en lo alto de la escalinata de un palacio, la mirada perdida en la alfombra, ellas atravesando el umbral, subiendo con zapatitos de satén, con pasos breves y leves —pocas al principio, luego más y más. Carruaje tras carruaje… Allá venían los condes de Tal, un varón apuesto y una dama singular… «Querido amigo, henos aquí», le diría el conde en voz alta; y más tarde la condesa: «Señor Rubião, la fiesta es espléndida…».
De repente el nuncio… Sí, se había olvidado de que era el nuncio quien debía casarlos. Allí estaría, con sus medias rojas de monseñor, con sus grandes ojos napolitanos, conversando con el embajador de Rusia. Las lámparas de oro y cristal iluminando los mejores cuellos de la ciudad, los fracs erguidos, otros inclinados, oyendo el susurro de los abanicos, tiaras y diademas, la orquesta dando la señal para un vals. Entonces los brazos negros, en ángulo, iban en busca de los brazos desnudos, enguantados hasta los codos, y allí iban las parejas girando por la sala, cinco, siete, diez, doce, veinte parejas. Magnífica cena. Cristales de Bohemia, loza de Hungría, jarras de Sèvres, criados prontos y uniformados con las iniciales de Rubião en el cuello.