Pero la voz repitió:
—¿Y por qué no?
Sí, por qué no podía casarse, razonó entonces Rubião. Mataría la pasión que lo iba comiendo lentamente, sin esperanza ni consuelo. Además, era la puerta a un misterio. Casarse, sí, casarse rápido y bien.
Estaba junto al portón cuando la idea empezó a retoñar. Sin conciencia de nada volvió a la casa, subiendo los escalones de piedra, abriendo la puerta. Fue al cerrarla cuando un ladrido de Quincas Borba, que iba acompañándolo, lo hizo volver en sí. ¿Dónde se había metido el mayor? Estaba por bajar a buscarlo, pero a tiempo se dio cuenta de que acababa de acompañarlo hasta la calle. Las piernas habían hecho todo; ellas lo habían llevado, directas, lúcidas, sin tropiezo, dejando a la cabeza la sola tarea de pensar. ¡Buenas piernas! ¡Piernas amigas! ¡Muletas naturales del espíritu!
¡Santas piernas! Todavía lo llevaron hasta el canapé, se recostaron con él, despacito, mientras el espíritu trabajaba la idea del casamiento. Era un modo de huir de Sofía; podía ser más aún.
Sí, podía ser también un modo de restituirle a la vida la unidad perdida con el cambio de medio y de fortuna; pero esta consideración no era propiamente hija del espíritu ni de las piernas, sino de una causa que él no distinguía en absoluto, como la araña. ¿Qué sabe de Mozart la araña? Sin embargo oye con placer una sonata del maestro. Acaso el gato, que nunca leyó a Kant, sea un animal metafísico. En verdad el casamiento podía ser el lazo de la unidad perdida. Rubião se sentía disperso; los mismos amigos de tránsito, a quienes quería tanto, que tanto lo cortejaban, conferían a su vida el aspecto de un viaje en que el idioma cambiaba con las ciudades, ora español, ora turco. A ese estado contribuía no poco la presencia de Sofía; tan diferente era en cada momento que los días iban pasando sin dictamen fijo ni desengaño perpetuo.
Rubião no tenía nada que hacer; para matar los días largos y varios iba a sesiones del tribunal, a la cámara de diputados, a ver pasar los batallones, daba grandes paseos, de noche hacía visitas innecesarias o iba sin placer al teatro. La casa, con su lujo rutilante y sus sueños flotantes, seguía siendo un buen lugar de reposo para el espíritu.
Últimamente pasaba muchas horas leyendo; leía novelas, pero sólo las históricas de Dumas padre o las contemporáneas de Feuillet, éstas con dificultad, pues no conocía bien el idioma original. De las primeras sobraban traducciones. Se arriesgaba a leer alguna más sólo cuando él encontraba lo que las otras tenían de esencial: una sociedad hidalga y regia. Las cenas de la corte de Francia inventadas por el maravilloso Dumas, sus nobles espadachines y aventureros, las condesas y los duques de Feuillet en sus ricos aposentos, le hacían pasar las horas volando. Casi siempre terminaba con el libro caído y los ojos en el vacío, pensando. Tal vez un viejo marqués difunto le contase anécdotas de otros tiempos.