LXXIX

—¿Y por qué no? —preguntó una voz después de que el mayor saliera.

Despavorido, Rubião miró alrededor; no vio a nadie más que el perro, que lo estaba mirando. Tan absurdo era pensar que el propio Quincas Borba —o bien el otro Quincas Borba, cuyo espíritu podía estar en el cuerpo de éste— había hecho la pregunta, que, con el mismo gesto que en el capítulo XLIX, Rubião estiró la mano y acarició amorosamente las orejas y la nuca del perro —forma de satisfacer al posible espíritu del difunto.

Así, sin público, se desdoblaba nuestro amigo frente a sí mismo.