LXXVIII

Rubião no perdió tan fácilmente la sospecha. Pensó en hablar con Carlos María, interrogarlo, y al día siguiente llegó a ir tres veces a la Rua dos Invalidos; pero al no encontrarlo cambió de parecer. Se encerró por unos días; quien lo arrancó de la soledad fue el mayor Siqueira. Iba a comunicarle que se había mudado a la Rua Dos de Dezembro. Le gustó mucho la casa de nuestro amigo, los muebles, el lujo, todos los detalles, las cortinas, oros y cenefas. Discurrió largamente sobre el tema, recordando ciertos muebles antiguos. De pronto se interrumpió para decir que lo veía aburrido; era natural, le faltaba un complemento.

—Es usted feliz, pero le falta algo; le falta una mujer. Necesita casarse. Cásese y verá que tengo razón.

Rubião se acordó de Santa Teresa —de esa famosa conversación nocturna con Sofía— y sintió un escalofrío en la espalda; pero la voz del mayor no contenía sarcasmo alguno. Tampoco la animaba el interés. Su hija seguía estando como la dejamos en el capítulo XLIII, con la diferencia de que los cuarenta años habían llegado. Cuarentona, solterona. El día del cumpleaños los había lamentado sola, por la mañana temprano; no se había puesto rosa ni cinta en el pelo. Nada de fiestas; sólo un discurso del padre, a la hora de la comida, recordándole la vida de niña, anécdotas de la madre y la abuela, un baile de máscaras, un bautismo de 1848, la solitaria del coronel Clodomiro, cosas mezcladas para entretener las horas. Doña Tonica apenas podía oírlo; metida en sí misma, roía el pan de la soledad moral mientras se arrepentía de sus últimos esfuerzos por conseguir marido. Cuarenta años: era hora de parar.

De nada de eso se acordaba ahora el mayor. Era sincero; le pareció que la casa de Rubião no tenía alma. Y al despedirse repitió:

—Cásese y verá que tengo razón.