LXXVII

—¡Levantada ya! —repitió Sofía al ver a su prima leyendo los periódicos.

María Benedita dio un respingo, pero en seguida se tranquilizó; había dormido mal, y se había despertado temprano. Dijo que ella no era de estar de juerga hasta tan tarde; pero la otra le contestó que debía acostumbrarse, que la vida en Río de Janeiro no era igual que en el campo, acostarse con las gallinas y levantarse con los gallos. Luego le preguntó qué impresión le había causado el baile. María Benedita se encogió de hombros con indiferencia, pero verbalmente respondió que buena. Las palabras le surgían escasas y flojas. Sofía, sin embargo, elogió que hubiera bailado tanto, salvo polcas y valses. ¿Por qué no podía también valsear? La prima la miró de mala manera.

—No me gusta.

—¡Cómo no te va a gustar! Es miedo.

—¿Miedo?

—Falta de costumbre —explicó Sofía.

—No me gusta que un hombre apriete mi cuerpo contra el suyo delante de los demás. Me da vergüenza.

Sofía se puso seria; sin defenderse ni continuar, habló del campo, le preguntó si era cierto lo que había dicho Cristiano, que quería irse a su casa. Entonces María Benedita, que había seguido hojeando los periódicos, respondió vivamente que sí; no podía vivir sin su madre.

—¿Pero por qué? ¿No estabas tan contenta con nosotros?

María Benedita no dijo nada; paseó la mirada por una hoja, como quien busca una noticia, mordiéndose los labios, inquieta y temblorosa. Sofía insistió en saber la causa del cambio repentino; la tomó de las manos y las encontró frías.

—Lo que tú necesitas es casarte —dijo al fin—. Y yo ya sé de un novio.

Era Rubião; ése era el proyecto de Palha, casar a su socio con la prima; así quedará todo en familia, le decía a su mujer. Ésta había tomado para sí la conducción del asunto. Ahora repetía la nueva a su prima: le tenía pronto un novio.

—¿Quién es? —preguntó María Benedita.

—Una persona.

¿Querrás creerlo, lector futuro? Sofía no podía soltar el nombre de Rubião. A su marido le había dicho que ya lo había propuesto, y era mentira. Ahora, cuando iba a proponerlo de veras, no lograba que el nombre le saliera de la boca. ¿Celos? Parecerá singular que Sofía, que no sentía amor por aquel hombre, se resistiese a darlo como novio a su prima; pero la naturaleza, amigo y señor mío, es capaz de cualquier cosa. Si inventó los celos de Otelo y del caballero Desgrieux, bien podía inventar los de una persona que, sin querer poseer, tampoco quería ceder.

—¿Pero quién? —insistió María Benedita.

—Luego te lo diré. Déjame primero arreglar unos detalles —respondió Sofía, y cambió de tema.

María Benedita cambió de expresión; la boca se le ensanchó de risa, una risa de alegría y esperanza. Los ojos agradecían la promesa y decían palabras imposibles de oír o entender, palabras oscuras:

—Le gusta bailar el vals; seguro que es eso.

¿A quién le gustaba bailar el vals? A su prima, por lo pronto. La noche anterior había bailado tanto, siempre con Carlos María, que no era improbable que la danza hubiese sido un pretexto. Ahora María Benedita concluía que el único e innegable motivo había sido ella. En los intervalos habían conversado mucho, cierto, pero, naturalmente, sobre ella, siendo que la prima se había tomado a pecho casarla y sólo le pedía que la dejase arreglar las cosas. Quizá él la encontrara fea, o sin gracia. Pero si su prima se había propuesto arreglar las cosas… Todo eso decían los ojos alegres de la muchacha.