LXXV

Otras mujeres le acudieron a la mente —aquéllas que lo preferían a los demás hombres en el trato y en la contemplación de la persona—. ¿Podría cortejarlas a todas? No sabía. Bien, sólo a algunas; lo cierto, empero, era que con todas se deleitaba. Las había de probada honradez que se complacían en tenerlo cerca para disfrutar del contacto de un hombre apuesto, sin la realidad ni el peligro de la culpa —como el espectador que se solaza en las pasiones de Otelo, y sale del teatro sin haberse manchado las manos con la muerte de Desdémona.

Fueron todas a rodear el lecho de Carlos María, tejiéndole la misma guirnalda. No todas eran muchachas en flor; pero la distinción suplía la juventud. Carlos María las recibía, como un dios antiguo debía de haber recibido, inmóvil en el mármol, a las bellas devotas y sus ofrendas. En el bullicio general distinguía las voces, no todas a un tiempo pero sí tres o cuatro.

La última de esas voces fue la de la reciente Sofía; la escuchó, enamorado aún, pero sin el alborozo del comienzo, porque el recuerdo de las otras mujeres, personas de calidad, disminuía ahora la importancia de ésta. De todos modos no podía negar que era muy atractiva y que bailaba el vals a la perfección. ¿Sería capaz de amar con fuerza? En eso se le apareció de nuevo la mentira de la playa. Irritado, se levantó de la cama.

—¿Quién me mandó decir semejante cosa?

Sintió una vez más el deseo de restablecer la verdad; y ahora más álgido que antes. Mentir, pensó, era cosa de los lacayos y sus congéneres.

Media hora más tarde montaba su caballo y salía de la casa, que estaba en la Rua dos Invalidos. Internándose en Catete, se acordó de que la casa de Sofía estaba en la playa de Flamengo; nada más natural que torcer las riendas, doblar por una de las calles perpendiculares al mar y pasar frente a la puerta de la valsista. Puede que estuviese en la ventana; ya la veía ruborizarse, cumplimentarlo. Todo esto cruzó por la cabeza del joven en unos segundos; incluso le dio un tirón a la rienda, pero el alma —no el caballo—, el alma se negó; era ir muy deprisa detrás de la mujer. Tiró de nuevo de la rienda y siguió paseando.