LXXIV

Mientras ella se estaba repitiendo la declaración de la víspera, Carlos María abría los ojos, estiraba los miembros y, antes de ir al cuarto de baño, vestirse e ir a dar un paseo a caballo, reconstruía la velada. Tenía esa costumbre. Siempre encontraba en los sucesos del día anterior algún hecho, alguna frase, algún detalle que le hacía bien. En eso se demoraba su espíritu; eran los descansos del camino, donde desmontaba para beber lentamente un trago de agua fresca. Si no había ninguno de esos detalles —o si sólo los había desagradables— no por ello sus sensaciones eran molestas; le bastaba el sabor de una palabra que él mismo hubiese dicho, de algún gesto suyo, la contemplación subjetiva, el gusto de haberse sentido vivir, para que el anterior no fuera un día perdido.

Entre los detalles de la víspera figuraba Sofía. Al parecer era incluso lo principal de la reconstrucción, la fachada del edificio, amplia y magnífica. Carlos María saboreó de memoria toda la conversación de la noche, pero, al recordar la confesión amorosa, se sintió bien y mal al mismo tiempo. Era un compromiso, un estorbo, una obligación; y, como el beneficio reparase el tedio, el joven permaneció en medio de ambas sensaciones, sin decidirse por ninguna. Cuando se acordó de haberle contado que la otra noche había estado en la playa de Flamengo, no pudo contener la risa, porque no era verdad. La idea le había nacido de la misma conversación; pero ni había ido ni se le había ocurrido hacerlo. Por fin paró de reír, y hasta empezó a arrepentirse; el hecho de haber mentido le produjo un sentimiento de inferioridad que lo abatió. Llegó a considerar la posibilidad de rectificarse no bien viera a Sofía, pero reconoció que la enmienda era peor que el soneto, y que había bellos sonetos mentirosos.

Se apresuró a enderezar el alma. Vio de memoria la sala, los hombres, las mujeres, los abanicos impacientes, los bigotes despechados, y todo se impregnó de envidia y admiración. De envidia ajena, quede bien claro; él carecía de ese sentimiento ruin. Eran la envidia y la admiración ajenas las que ahora le proporcionaban un goce íntimo. La princesa del baile se le entregaba. Así definía la superioridad de Sofía, pues conocía su defecto capital: la educación. Opinaba que las pulidas maneras de la joven eran consecuencia de una imitación adulta, iniciada después del casamiento, o poco antes, y que por tal razón no se alzaban demasiado por encima de su medio.