En su casa, mientras se deshacía el peinado, Sofía habló de la fiesta como de algo fastidioso. Bostezaba, le dolían las piernas. Palha discrepaba: era mala disposición. Si le dolían las piernas era porque había bailado mucho. A lo que ella replicó que, de no haber bailado, se había muerto de tedio. Y se iba quitando las horquillas, poniéndolas en un vaso de cristal; poco a poco los cabellos empezaban a caerle sobre los hombros, mal cubiertos por la camisola de cambray. Palha, por detrás de ella, le dijo que Carlos María bailaba muy bien el vals. Sofía se estremeció; lo miró por el espejo y le vio el rostro sereno. Concedió que el joven no bailaba mal.
—No, señora: baila muy bien.
—Elogias a los demás porque sabes que nadie puede desbancarte. Anda, vanidoso, te conozco muy bien.
Extendiendo la mano, Palha le tomó la barbilla y la obligó a mirarlo. ¿Por qué vanidoso? ¿Por qué era él vanidoso?
—Ay —gimió Sofía—. No me hagas daño.
Palha le besó el hombro; ella sonrió, sin hastío, sin jaqueca, al contrario que aquella noche de Santa Teresa en que le había contado las audacias de Rubião. Sería que los morros eran perniciosos, y las playas saludables.
Al día siguiente Sofía se despertó temprano, al canto de los pájaros de la casa, que parecían traerle un mensaje de alguien. Se dejó estar en la cama, y cerró los ojos para ver mejor.
¿Qué era lo que quería ver mejor? Sin duda no los morros perniciosos. La playa era otra cosa. Media hora después, asomada a la ventana, Sofía contemplaba las olas que iban a morir frente a la casa y, a lo lejos, las que se alzaban y deshacían al comienzo de la barra. La imaginativa dama se preguntaba si aquél era el vals de las aguas y, sin velas ni remos, se abandonaba mar adentro. Al fin se encontró mirando la calle, a orillas del mar, como si buscara las señales del hombre que la antevíspera, a medianoche, se había demorado allí… No puedo jurarlo, pero creo que encontró esas señales. Al menos es cierto que cotejó lo encontrado con el texto de la conversación:
«Era una noche clara; me estuve cerca de una hora entre el mar y su casa. ¿Tendré que apostar a que usted no soñaba? Yo, por mi parte, casi podía oír su respiración. El mar batía con fuerza, pero mi corazón no batía con menos violencia; con la diferencia de que el mar es estúpido, bate sin saber por qué; mientras que mi corazón sabe que bate por usted».
Sofía tuvo un escalofrío. Trató de olvidar el texto, pero el texto seguía repitiéndose: «Era una noche clara…».