Rubião le cedió su silla a Sofía y acompañó a Carlos María, que atravesó la sala y fue hasta el gabinete de la entrada, donde estaban los abrigos y había unos diez hombres conversando. Antes de que el joven entrase en la habitación, Rubião lo tomó familiarmente del brazo, al parecer para preguntarle algo —cualquier cosa— pero en verdad para retenerlo consigo e intentar sondearlo. Una idea que lo atormentaba desde hacía muchos días empezaba a parecerle posible y real. Y ahora la dilatada conversación, los ojos de ella…
Carlos María no sabía nada de la larga pasión del mineiro, que éste mantenía guardada, mortificada, privándose de confesiones, esperando los beneficios del azar, contentándose con poco, con la simple vista de la amada, durmiendo mal por las noches, dando dinero para operaciones mercantiles… Pues no tenía celos del marido. La intimidad de la pareja nunca le había despertado odio contra el legítimo señor. Y habían transcurrido ya meses y meses sin que cambiara el sentimiento ni muriera la esperanza. Pero la posibilidad de un rival de fuera lo abrumó; y repentinamente celoso, nuestro amigo sintió que le hervía la sangre.
—¿Qué ocurre? —dijo Carlos María volviéndose.
Al mismo tiempo entró en el gabinete, donde los diez hombres hablaban de política, ya que este baile —me olvidaba de decirlo— se ofrecía en casa de Camacho para festejar el aniversario de su mujer. En el momento en que entraron los dos, la conversación era general, el tema seguía siendo el mismo y todos hablaban con todos: un torbellino de máximas, opiniones, afirmaciones diversas… Un doctrinario consiguió dominar a los demás, que por un instante guardaron silencio, fumando.
—Pueden hacer lo que quieran —dijo el doctrinario—, pero el castigo moral es inflexible. Las deudas de los partidos se pagan con interés hasta el último real y hasta la última generación. Los principios no mueren nunca; y los partidos que olvidan esto expiran en el fango y la ignominia.
Otro, medio calvo, no creía en el castigo moral y explicaba por qué; pero un tercero aludió al despido de unos recaudadores, y los espíritus, algo atontados por tanta doctrina, aprovecharon la oportunidad. Los recaudadores no tenían más culpa que la de haber opinado; y la medida ni siquiera podía defenderse con los merecimientos de los sustitutos. Uno de estos cargaba con un desfalco; otro era cuñado de un tal Marqués, que en São José dos Campos le había disparado un pistoletazo al delegado… ¿Y los nuevos tenientes-coroneles? Verdaderos reos de justicia.
—¿Ya se va? —le preguntó Rubião al joven al verlo tomar su abrigo de entre los otros.
—Sí, tengo sueño. Ayúdeme a ponerme esta manga. Tengo mucho sueño.
—Pero si todavía es temprano; quédese. Nuestro amigo Camacho no quiere que las jóvenes se vayan. ¿Quién bailará con las mozas?
Sonriendo, Carlos María replicó que él era poco dado a las danzas.
Había bailado el vals con Sofía porque era una maestra en ese arte; de no haber sido por eso, ni lo habría intentado. Tenía mucho sueño; prefería la cama a la orquesta. Le tendió la mano con benevolencia; Rubião se la estrechó, un tanto dudoso.
No sabía qué pensar. El hecho de que se fuera, de que abandonara la fiesta en vez de esperar como otras veces para acompañarla hasta el coche… Tal vez se estuviera engañando… Y cavilaba, recordaba la noche de Santa Teresa, cuando él había osado declararle a la joven lo que sentía, cuando le había aferrado la mano bella y delicada… El mayor los había interrumpido… ¿Por qué él no había insistido más tarde? Ni ella lo había maltratado, ni su marido había advertido nada… Y volvía a surgir entonces la idea del posible rival; cierto que se lo veía soñoliento, pero los gestos de ella… Rubião se acercó a la puerta del salón para ver a Sofía, luego a la mesa donde se jugaba al voltarete, inquieto, aburrido.