LXIX

Los quince minutos fueron contados en el reloj de Rubião, que estaba junto a María Benedita, y a quien ella le preguntó dos veces qué hora era, al comienzo y al final de la pieza. La propia muchacha se inclinó para ver bien las agujas.

—¿Tiene usted sueño? —preguntó Rubião.

María Benedita lo miró de soslayo. Encontró un rostro plácido, sin intención ni sonrisa.

—No —respondió ella—. Al contrario, temo que a Sofía se le ocurra volver a casa temprano.

—No querrá volver temprano. Ya no tiene la excusa de Santa Teresa y la subida. La casa está muy cerca.

Pues ahora vivían las dos en la playa de Flamengo, y el baile era en la Rua dos Arcos.

Hay que decir que habían transcurrido ocho meses desde el comienzo del capítulo anterior, y habían cambiado muchas cosas. Ahora Rubião era socio del marido de Sofía, en una casa de importación de la Rua da Alfãndega, bajo la firma Palha & Cía. Era el negocio que Cristiano había ido a proponerle la noche en que hallara al doctor Camacho en la casa de Botafogo. Aunque parecía cosa fácil, durante un tiempo Rubião había dudado. Le pedían unos buenos contos, no entendía de comercio y no sentía la inclinación. Además, sus gastos particulares ya eran grandes; el capital necesitaba un régimen de buenas ganancias y algunos ahorros para recuperar los colores y la salud primitiva. El régimen que le proponían no era claro; Rubião no acertaba a comprender las cifras de Palha, los cálculos de beneficios, las tablas de precios, los derechos de aduana, nada; pero el lenguaje hablado suplía con creces al escrito. Palha decía cosas extraordinarias, aconsejaba a su amigo que aprovechase la ocasión para poner el dinero en marcha y multiplicarlo. Distinto era todo si tenía miedo; él, Palha, haría el negocio con John Roberts, socio que fuera de la casa Wilkinson, fundada en 1844, cuyo jefe había vuelto a Inglaterra y ahora era miembro del parlamento.

Rubião, no queriendo ceder en seguida, pidió un plazo de cinco días. Sólo consigo mismo era más libre; pero esta vez la libertad sólo sirvió para aturdirlo. Computó el dinero gastado, y revisó las mellas en el caudal que le dejara el filósofo. Un día Quincas Borba, que estaba con él en el gabinete, levantó la cabeza por casualidad y lo miró. Rubião se estremeció; la sospecha de que en aquel Quincas Borba podía estar el alma del otro nunca se le había ido por completo de la mente. Esa vez creyó verle incluso un aire de censura en la mirada; se rió: era una tontería; un perro no podía ser un hombre. Insensiblemente, sin embargo, bajó la mano y acarició las orejas del animal para ganárselo.

Tras los motivos de rechazo aparecieron los opuestos. ¿Y si el negocio rendía? ¿Si realmente le multiplicaba el capital? Reconocía que la posición era respetable y podía reportarle ventajas en el momento de la elección, cuando tuviese que proponerse para el parlamento, como el viejo jefe de la casa Wilkinson. Una razón aún más fuerte era el miedo de ofender a Palha, de aparentar que no quería confiarle dinero, cuando lo cierto era que, pocos días antes, el otro le había satisfecho parte de la antigua deuda y anunciado que en dos meses la saldaría toda.

Ninguna de estas razones era pretexto de otra; aparecían por sí mismas. Sofía sólo apareció al final, aunque no por ello había dejado de estar en él desde el principio, idea latente, inconsciente, una de las causas últimas del acto, la única disimulada. Sofía (¡mujer astuta!) se había recogido en la inconciencia del hombre, respetuosa de su libertad moral, dejándolo resolver por sí mismo que se asociaría con el marido, bien que mediantes ciertas cláusulas de reaseguro.

Así se había sellado la sociedad comercial; y así había legalizado Rubião la asiduidad de sus visitas.

—Señor Rubião —dijo María Benedita tras algunos segundos de silencio—, ¿no cree que mi prima es muy guapa?

—Sin desmerecerla a usted, sí, lo creo.

—Guapa y bien hecha.

Rubião aceptó el cumplido. Uno y otra acompañaron con los ojos a la pareja de valseadores, que se paseaba a lo largo del salón. Sofía estaba magnífica. Llevaba un vestido azul oscuro, muy escotado —por las razones dichas en el capítulo XXXV; los brazos desnudos, plenos, con tonos de oro claro, se ajustaban a los hombros y a los senos, tan habituados a las galas del salón. La diadema de perlas falsas, tan bien realizadas, hacía juego con las dos perlas naturales que adornaban las orejas, y que Rubião le regalara un día.

Carlos María no desentonaba a su lado. Era un joven gallardo, como sabemos, y tenía ahora la misma mirada plácida que en la comida con Rubião. No tenía las maneras sumisas ni las venias reverentes de otros rapaces; se expresaba con la gracia de un monarca benévolo. No obstante, si a primera vista parecía apenas hacerle un obsequio a su compañera, no era menos cierto que lo deslumbraba tener a su lado a la mujer más bella de la noche. Estos dos sentimientos no se contradecían; más bien se fundían en la adoración que el mozo tenía por sí mismo. El contacto de Sofía era para él como la posternación de una devota. Nada lo admiraba. De haberse despertado una mañana convertido en emperador, sólo lo habría sorprendido la tardanza de los criados en acudir a atenderlo.

—Voy a descansar un poco —dijo Sofía.

—¿Está usted cansada o… aburrida? —le preguntó el compañero.

—¡Oh, sólo cansada!

Arrepentido de haber brindado otra hipótesis, Carlos María se apresuró a eliminarla.

—Sí, le creo. ¿Por qué iba a estar aburrida? Pero estoy seguro de que puede sacrificarse y bailar todavía un rato más. ¿Cinco minutos?

—Cinco minutos.

—¿Ni siquiera uno más? Por mi parte, bailaría eternamente.

Sofía bajó la cabeza.

—Con usted, que quede claro.

Sofía se dejó llevar con los ojos en el suelo, sin contestar, sin aceptar, sin agradecer siquiera. Acaso no fuera más que una galantería, y a las galanterías es de uso agradecerlas. Ya otras veces le había oído palabras análogas, dándole la primacía entre las mujeres de este mundo. Durante seis meses —cuatro que Carlos María pasara en Petrópolis, dos en que no apareciera— había dejado de oírlas. Sólo últimamente él había vuelto a frecuentar la casa, a decirle esa clase de finezas, tanto en privado como a la vista de todos. Se dejó llevar; y caminaron ambos callados, callados, callados, hasta que él rompió el silencio, diciéndole que la noche anterior el mar había estado batiendo con mucha fuerza frente a la casa de ella.

—¿Pasó usted por allí?

—Sí, pasé. Iba por el Catete y, ya tarde, se me ocurrió bajar a la playa de Flamengo. Era una noche clara. Me estuve cerca de una hora entre el mar y su casa. ¿Tendré que apostar a que usted no soñaba conmigo? Y sin embargo yo casi podía oír su respiración.

Sofía intentó sonreír; él continuó.

—El mar batía con fuerza, es verdad, pero mi corazón no batía con menos violencia. Con la diferencia de que el mar es estúpido y bate sin saber por qué, mientras que mi corazón sabe que batía por usted.

—¡Oh! —murmuró Sofía.

¿Con asombro? ¿Con indignación? ¿Con miedo? Demasiadas preguntas al mismo tiempo. Sospecho que ni la propia dama podía responder con exactitud, tanto la había perturbado la declaración del joven. En todo caso, no fue con incredulidad. Lo único que puedo decir es que la exclamación le salió tan floja, tan ahogada, que él apenas pudo oírla. Por su parte, Carlos María la disfrazó muy bien a los ojos de la sala; ni antes, ni durante ni después de las palabras su rostro mostró la menor alteración; hasta le asomaba la sombra de una risa cáustica, una risa muy suya, la de cuando se burlaba de alguien; parecía que hubiera dicho un epigrama. Con todo, más de un ojo de mujer acechaba el alma de Sofía, estudiaba sus gestos, tal o cual encogimiento, los párpados tercamente caídos.

—Está usted perturbada —dijo él—. Disimúlelo con el abanico.

Maquinalmente Sofía se puso a abanicarse y levantó los ojos. Vio que muchos otros la miraban y palideció. Los minutos iban corriendo con la misma rapidez que los años; ya habían pasado los primeros cinco, y también los segundos; desde el décimo tercero, donde estaban, divisábanse las alas de otro, y de otro más. Sofía dijo que quería sentarse.

—La acompaño y me retiro.

—No —dijo ella precipitadamente.

Y en seguida se corrigió:

—El baile está espléndido.

—Sí, pero yo quiero llevarme el mejor recuerdo de la noche. Cualquier otra palabra que oyese ahora sería como un croar de ranas después del gorjeo de un pájaro, de uno de los pájaros que hay en su casa. ¿Dónde quiere que la deje?

—Al lado de mi prima.