LXVII

A la mañana siguiente, en la cama, tuvo un sobresalto. El primer periódico que abrió fue el Atalaya. Leyó el artículo editorial, una carta y algunas noticias. De repente dio con su nombre.

—¿Y esto qué es?

Era su propio nombre impreso, rutilante, multiplicado: nada menos que una noticia sobre lo ocurrido en la Rua da Ajuda. Luego del sobresalto, la irritación. ¿Qué demonio de idea era ésa de difundir un hecho particular, contado en confianza? Se negó a leer; no bien comprendió lo que era, tiró el periódico al suelo y tomó otro. Lamentablemente había perdido la serenidad; se saltaba algunas líneas, no entendía otras o se topaba con el final de una columna sin saber cómo había llegado hasta allí.

Después de levantarse fue hasta la poltrona, se sentó y recogió el Atalaya. Buscó la noticia: era más de una columna. ¡Columna y pico para algo tan minúsculo!, se dijo. Y, sólo para ver cómo había llenado Camacho el papel, lo leyó todo, un poco deprisa, avergonzado de los adjetivos y de la dramática descripción del hecho.

—¡Bien merecido me lo tengo! —dijo en voz alta—. ¿Quién me manda ser bocón?

Fue al baño, vistióse y peinóse, sin olvidar el chisme del periódico, irritado por la publicación de un asunto que le parecía insignificante, y más todavía por los elogios que le dedicaba el autor, como si hablase de buenas o malas políticas. Durante el desayuno volvió a abrir el periódico para leer otras cosas, nombramientos gubernamentales, un asesinato en Garanhuns, meteorología, hasta que la mirada distraída fue a caer en la noticia y entonces sí, la leyó con calma. Y aquí Rubião hubo de confesar que podía creerse en la sinceridad del autor. El lenguaje entusiasta podía explicarse por la impresión que el hecho le había causado, una impresión que le impedía ser más sobrio. Y sin duda no era para menos. Rubião recordó su entrada en el despacho del doctor, la manera en que había hablado; y de allí fue más atrás, hasta la misma acción. Recostado en el gabinete, evocó la escena: el niño, el coche, los caballos, el grito, el salto que había dado él llevado por un impulso irresistible. Ahora le resultaba imposible explicárselo; era como si le hubiese pasado una sombra por los ojos… Ciego y sordo, se había lanzado hacia la criatura y los caballos sin pensar en el propio riesgo… Y hubiera podido quedarse allí, bajo las patas de los animales, aplastado por las ruedas, muerto o herido; aunque sólo fuera herido… ¿Hubiera podido o no? Imposible negar que la situación había sido grave… La prueba era que los padres y los vecinos…

Rubião interrumpió estas reflexiones para leer la noticia una vez más. Que estaba bien escrita, no se podía negar. Había párrafos que releyó con mucha satisfacción. Ese diablo de hombre parecía haber estado allí. ¡Qué narración! ¡Qué viveza de estilo! Algunos aspectos estaban exagerados —confusiones de la memoria—, pero la exageración no quedaba mal. ¿Y ese orgullo que se le notaba al repetir el nombre de él? «Nuestro amigo, nuestro distinguidísimo amigo, nuestro valiente amigo…».

Durante la comida se rió de sí mismo; le pareció que se había mortificado en demasía. Al fin y al cabo ¿qué tenía de malo que Camacho diese a sus lectores una noticia verdadera, interesante, dramática y seguramente nada vulgar? Al salir recibió algunas felicitaciones; Freitas lo llamó San Vicente de Paula. Y nuestro amigo sonreía, agradecía, disminuíase, si no era nada…

—¿Cómo que nada? —replicó alguien—. Que me den a mí muchas de estas nadas. Salvar una criatura arriesgando la vida…

Rubião iba concordando, oyendo, sonriendo; les contaba la escena a los curiosos que querían conocerla por boca del autor. Ciertos oyentes respondían con proezas suyas —uno que había salvado un hombre, otro una niña, prestos a ahogarse en la cueva del Paseo, adonde habían ido a bañarse. Se mentó también algún suicidio malogrado por la intervención del oyente, que había arrebatado la pistola al infeliz y exigido que jurara… Cada pequeña gloria oculta picaba el huevo y asomaba la cabeza, con los ojos abiertos, sin esfuerzo, en torno a la gloria máxima de Rubião. Hubo también envidiosos, incluso algunos que no lo conocían, sólo a causa de que otros lo elogiaban en voz alta. Rubião fue a agradecerle la noticia a Camacho, no sin alguna censura por el exceso de confianza, pero una censura blanda, murmurada. De allí fue a comprar unos cuantos ejemplares de la hoja para sus amigos de Barbacena. Ningún otro periódico publicaba la noticia; a consejo de Freitas, Rubião la hizo reimprimir, resumida, en las solicitadas del Jornal do Comércio.