LXV

La visita de Rubião fue corta. A las nueve se levantó discretamente, esperando una palabra de Sofía, el pedido de quedarse un poco más, de esperar a Cristiano que no tardaría, aunque sólo fuera una expresión de asombro: ¿Ya? Pero ni eso. Sofía le tendió la mano, que él vacilaba en tocar. Y sin embargo se había mostrado tan natural, tan afable… Claro que tampoco le había dedicado esas miradas largas y locuaces de antes. Era como si no hubiera habido nada, ni bueno ni malo, ni morangos, ni luna. Rubião titubeaba, no encontraba palabras; ella tenía a su disposición cuantas deseaba, y si era menester mirarlo, lo hacía directa, tranquilamente…

—Recuerdos a nuestro Palha —murmuró él, sombrero y bastón en mano.

—¡Gracias! Ha ido a hacer una visita. Pero creo que oigo pasos. Debe de ser él.

No era él. Era Carlos María. Rubião se asombró de verlo allí, pero en seguida pensó que la presencia de la hacendada y su hija lo explicaba todo; hasta podía ser que fuesen parientes.

—Cuando usted llegó estaba por marcharme —le dijo Rubião viéndolo sentado junto a doña María Augusta.

—¡Ah! —respondió el otro mirando el retrato de Sofía.

Sofía acompañó a Rubião hasta la puerta; le dijo que su marido lamentaría no haber estado en casa, pero que la visita era imperiosa. Negocios… Seguro que iría a disculparse.

—¿Disculparse por qué? —respondió Rubião.

Pareció que quería decir aún algo más; pero el apretón de manos de Sofía y la reverencia que le hizo fueron señales de despedida. Rubião se inclinó y, mientras atravesaba el jardín, oyó la voz de Carlos María en la sala:

—Pienso denunciar a su marido, señora mía; es un hombre de muy mal gusto.

Rubião se detuvo.

—¿Por qué? —dijo Sofía.

—¿Cómo puede tener ese retrato suyo en la sala? —continuó Carlos María—. Usted es mucho más bella, infinitamente más bella que en esa pintura. Comparen ustedes, señoras mías.