Rubião se despidió. En el corredor se cruzó con una dama alta, vestida de negro, rumorosa de seda y cristalillos. Iba a bajar la escalera cuando oyó la voz de Camacho, más fuerte que hasta entonces.
—¡Ah, señora baronesa!
Se detuvo en el primer escalón. La argentina voz de la dama acometió las primeras palabras; tratábase de una demanda. ¡Baronesa! Y nuestro Rubião bajaba lentamente, con sigilo, para que nadie pensara que se había demorado oyendo. El aire le metía en la nariz un perfume fino y extraño, entontecedor, el perfume que había dejado ella. ¡Baronesa! Llegó a la puerta de la calle; enfrente había un coupé esperando; el lacayo, de pie en la acera; el cochero en el pescante, mirando; ambos de uniforme… ¿Qué novedad podía encerrar todo eso? Ninguna. Una señora con título, rica y fragante, que acaso iniciaba una demanda para matar el tedio. Pero el caso es que sin saber por qué, y pese a su propio lujo, él, Rubião, se sentía el mismo antiguo profesor de Barbacena…