LXI

—¿Qué le ha pasado en la mano? —inquirió Camacho en cuanto Rubião entró en su oficina.

Rubião le contó el incidente de la Rua da Ajuda. El abogado empezó a hacerle preguntas sobre el niño, los padres, el número de la casa; pero el propio Rubião puso fin a las respuestas.

—¿No sabe al menos el nombre del pequeño?

—Oí que lo llamaban Deolindo. Pero vamos a lo que importa. Vengo a suscribirme a su periódico; he recibido un número y quiero contribuir a que…

Camacho replicó que no necesitaba suscripciones. En ese aspecto la hoja marchaba bien. Lo que necesitaba era material tipográfico y más variedad en el texto; ampliar los temas, incluir más noticias, variedades, la traducción de alguna novela por entregas, el movimiento del puerto, de la bolsa, etc. ¡Ya había visto que tenía anuncios!

—Así es.

—Tengo casi todo el capital. Basta con diez personas, y ya somos ocho; yo y otros siete. Faltan dos. Con dos más estaríamos completos.

Mirando al otro a hurtadillas, Camacho golpeteaba el borde del escritorio con un cortapapel. Rubião paseó la mirada por el despacho: pocos muebles, algunos autos sobre un taburete junto al abogado, un estante con libros, Lobão, Pereira e Sousa, Dalloz, Ordenações do Reino, detrás del escritorio un retrato en la pared.

—¿Lo conoce? —preguntó Camacho señalando el retrato.

—No.

—Piénselo.

—No lo sé. ¿Nunes Machado?

—No —respondió el ex diputado con expresión dolida—. No he podido obtener nada mejor. Por ahí venden unas litografías que no me parecen muy buenas. No, no: es el marqués.

—¿De Barbacena?

—No, de Paraná: el gran marqués, mi amigo particular. Un hombre que intentó reconciliar los partidos; fue por eso que me acerqué a él. Pero murió pronto y no pudo continuar con su obra. Si hoy estuviese vivo me tendría en su contra. ¡No, señor! ¡Nada de conciliaciones! Guerra a muerte. Tenemos que destruirlos. Lea usted el Atalaya, mi buen compañero de lucha; la recibirá en su casa…

—No.

—¿Por qué no?

Rubião bajó los ojos ante la inquisitiva nariz de Camacho.

—No, señor. En esto soy inflexible: quiero ayudar a mis amigos. Recibir el periódico gratis…

—Pero si ya le he dicho que estamos muy bien de suscripciones —replicó Camacho.

—Sí, ¿pero no ha dicho también que faltan dos capitalistas?

—En efecto, dos. Ya tenemos ocho.

—¿Y a cuánto asciende el capital?

—El total es de cincuenta contos; cinco por persona.

—Bien, entro con cinco.

Camacho se lo agradeció en nombre de las ideas. En realidad pensaba invitarlo a que se les uniera; era un derecho adquirido a fuerza de convicción, de lealtad, de amor a los negocios públicos. Ahora que Rubião se había alistado espontáneamente, no le quedaba sino pedirle excusas. Le enseñó la lista de los aportistas; él mismo, Camacho, era el primero; entraba con el periódico, el material existente, las suscripciones y el trabajo hercúleo… A punto de corregirse, repitió valerosamente: trabajo hercúleo. Así podía calificarse su actividad sin empañarla ni mentir; ya de niño había aplastado serpientes. Ahora se le había convertido en vicio; le gustaba la lucha y en ella moriría, envuelto en la bandera…