¡Pobre Minas! Solo, a paso lento, Rubião se dirigió a su casa pensando en la manera de no volver en seguida. Como pececillos dorados en un globo de vidrio, las palabras de los otros dos le nadaban en el cerebro, arriba, abajo, rutilantes: «Es aquí donde hay que aplastar la cabeza de la cobra» —«Sofía es buena compañera para estos viajes». ¡Pobre Minas!
Al día siguiente recibió un periódico que no había visto nunca, el Atalaya. El artículo editorial criticaba a la administración; las conclusiones, sin embargo, se extendían a todos los partidos y a la nación entera: Sumerjámonos en el Jordán constitucional. A Rubião le pareció excelente: se fijó dónde se imprimía la hoja para suscribirse. Era en la Rua da Ajuda; no bien salió de su casa fue hasta allí; descubrió que el redactor era el doctor Camacho. Decidió pasar por su despacho.
Pero mientras andaba por la misma calle:
—¡Deolindo! ¡Deolindo! —gritó una angustiada voz de mujer desde la puerta de una colchonería.
Oyendo el grito, Rubião se volvió y vio lo que pasaba. Un coche bajaba por la calle y un niño de tres o cuatro años se le había cruzado en el camino. Los caballos iban a atropellarlo por más que el cochero los hubiese frenado. Rubião se lanzó a la calle y arrancó a la criatura del peligro. La madre, al verla de nuevo en sus brazos, no pudo decir palabra: estaba pálida y temblorosa. Unas cuantas personas se pusieron a increpar al cochero, pero el cliente, un hombre calvo, le ordenó que reanudase la marcha. El cochero obedeció. De modo que cuando el padre del niño, que estaba en la colchonería, salió a la calle, el coche ya doblaba la esquina de São José.
El barrio era un revuelo. Los vecinos se acercaban a ver cómo estaba el pequeño; en la calle, muchachos y muleques miraban atónitos. El niño tenía apenas un rasguño en el hombro izquierdo, producto de la caída.
—No ha sido nada —dijo Rubião—. Pero no vuelvan a dejar que salga a la calle. Es muy pequeño.
—Se lo agradezco —contestó el padre—. ¿Pero dónde está su sombrero?
Sólo entonces Rubião advirtió que había perdido el sombrero. Un muchachito desharrapado, que lo había recogido, aguardaba a la puerta de la colchonería la oportunidad de devolverlo. Rubião lo recompensó con unos cobres, premio en que el chico no había pensado al levantar el sombrero. En realidad sólo lo había recogido para participar de la gloria del acto de servicio. De todos modos aceptó gustosamente las monedas; y acaso fuera aquello lo primero que supo en su vida sobre la venalidad de las acciones.
—Pero aguarde un momento —dijo el colchonero—. ¿Usted no se ha herido?
En la mano de nuestro amigo, en efecto, había sangre: una lastimadura en la palma, cosa sin importancia; sólo ahora empezaba a sentirla. Aunque Rubião repetía que no era nada, que no valía la pena, la madre del niño corrió a buscar una bacía y una toalla. Llevó luego el agua; mientras él se lavaba la mano, el colchonero corrió a la farmacia a comprar un poco de árnica. Curada la herida, Rubião se vendó la mano con un pañuelo; la mujer del colchonero le puso el sombrero; y, cuando partía, una y otro le agradecieron mucho que les hubiese salvado al hijo. Los que estaban en la acera lo aclamaron.