LIX

—Sí, pero yo necesito ir a Minas —porfió Rubião.

—¿Para qué? —preguntó Camacho.

Palha le hizo la misma pregunta. ¿Para qué ir a Minas, salvo por un asunto breve? ¿O ya se había aburrido de la Corte?

—No, aburrido no estoy. Al contrario…

Al contrario, le gustaba mucho; pero la tierra natal, por fea que fuese, un lugarejo cualquiera, despertaba nostalgia; más aún cuando el hombre la había dejado ya maduro. Quería ver Barbacena. Barbacena era la mejor tierra del mundo. Por unos minutos Rubião pudo sustraerse a la acción de los otros. Llevaba la tierra natal dentro de sí: ambiciones, vanidades mundanas, placeres efímeros, todo se desvanecía para el mineiro nostálgico de su provincia. Si alguna vez su alma había disimulado, si había escuchado la voz del interés, ahora era el alma sencilla de un hombre arrepentido del gozo e incómodo en la propia riqueza.

Palha y Camacho se miraron… ¡Ah, esa mirada fue como un billete de visita cambiado entre dos conciencias! Ninguna de las dos reveló su secreto, pero ambas vieron los nombres en la tarjeta y se cumplimentaron. Sí, era preciso impedir que Rubião partiese; Minas podía retenerlo. Concordaron en que debía ir, pero más adelante, unos meses después —y entonces quizá fuera también Palha. Nunca había visto Minas; sería una ocasión excelente.

—¿Usted? —preguntó Rubião.

—Sí, yo. Hace mucho que quiero ir a Minas, y también a San Pablo. Fíjese usted que ya hace más de un año que estamos por decidirnos. Sofía es buena compañera para esta clase de viajes. ¿Se acuerda de cuando nos encontramos en el tren? Veníamos de Vassouras. Pero el proyecto de Minas nunca se nos ha ido de la mente. Iremos los tres.

Rubião se aferró a las próximas elecciones; pero en este punto intervino Camacho, afirmando que no era preciso, que a la serpiente había que aplastarla allí mismo, en la capital; más adelante no faltaría tiempo para matar la nostalgia y cobrar la recompensa.

Rubião se agitó en el canapé. La recompensa era, sin duda, el nombramiento de diputado. Visión magnífica, y ambición que nunca había tenido en sus tiempos de pobre diablo… Y he aquí que lo posee, aguzándole todos los apetitos de grandeza y de gloria. No obstante, reclamó aún unos pocos días de viaje, aunque, para ser exacto, debo jurar que lo hizo sin ganas de que lo escucharan.

La luna estaba esplendorosa; la ensenada, vista a través de las ventanas, presentaba ese aspecto seductor que ningún carioca puede creer que exista en otra parte del mundo. A lo lejos, por la falda del morro, pasó la figura de Sofía y diluyóse en reverberos. En los oídos de Rubião, tumultuosa, resonó la última sesión de la cámara… Camacho fue hasta la ventana y volvió en seguida.

—Pero ¿cuántos días? —preguntó.

—No lo sé bien, pero pocos.

—En todo caso, mañana conversaremos.

Camacho se despidió. Palha se quedó unos momentos más para decirle a Rubião que era muy delicado de su parte volver a Minas sin que los dos hubiesen liquidado sus cuentas… Rubião lo interrumpió. ¿Cuentas? ¿Quién le pedía cuentas?

—Bien sé que no tiene usted alma de comerciante —replicó Cristiano.

—Es verdad que no la tengo. Las cuentas se pagan cuando se puede. Y así quedó claro entre nosotros. Aunque quizás… Séame franco: ¿necesita dinero?

—No, no necesito. Muchas gracias. Tengo un negocio que proponerle, pero ha de ser con tranquilidad. Si he venido a verlo fue por no poner un anuncio en el periódico: «Ha desaparecido un amigo, de nombre Rubião, que tiene un perro…».

A Rubião le hizo gracia la broma. Acompañó a Palha hasta la esquina de la Rua Marqués de Abrantes. Al despedirse prometió visitar Santa Teresa antes de ir a Minas.