Días antes, durante una velada en casa de un consejero, había conocido a Rubião. Se habló de la convocatoria de los conservadores al poder y de la disolución de la cámara. Rubião había asistido a la sesión en que el ministro Itaboraí había presentado los presupuestos. Seguía temblando al relatar sus impresiones, describía la cámara, las tribunas, las galerías donde no cabía un alfiler, el discurso de José Bonifacio, la moción, la votación… Estaba claro que ese relato nacía de un alma simple. El desorden de los gestos, el calor de la palabra poseían la elocuencia de la sinceridad. Camacho escuchaba con atención. Encontró la oportunidad de llevárselo junto a una ventana y hacerle graves consideraciones sobre la situación. Rubião contestaba con movimientos de cabeza, o con palabras sueltas y aprobatorias.
—Los conservadores no durarán mucho en el poder —dijo al fin Camacho.
—¿No?
—No. No quieren la guerra, y tienen que caer por fuerza. Ya ve usted cómo no me equivoqué en el programa del periódico.
—¿Qué periódico?
—Ya conversaremos.
Al día siguiente comieron en el Hotel de la Bourse a invitación de Camacho. Éste le refirió a Rubião que meses antes había fundado un periódico con el único programa de continuar la guerra a todo trance… Las diferencias entre los liberales eran muy agudas; le pareció que la mejor manera de servir a su propio partido era darle un carácter neutro y nacional.
—Lo cual ahora nos viene muy bien, porque el gobierno se inclina por la paz. Precisamente mañana sale un furibundo artículo mío.
Rubião escuchaba todo sin quitar casi los ojos del otro, comiendo rápidamente en los intervalos en que el propio Camacho inclinaba la cabeza sobre el plato. Le regocijaba verse en posición de confidente político; y, para decirlo todo, la idea de entrar en lucha para recoger algo más tarde, un puesto en la cámara por ejemplo, desplegó las alas en su cerebro. Camacho no le dijo nada más; fue a buscarlo al día siguiente y no lo encontró. Ahora, a poco de haber entrado en su casa, venía Palha a interrumpirlos.