Camacho era un hombre político. Graduado en derecho en 1844, por la Facultad de Recife, había vuelto a su provincia natal para empezar a ejercer como abogado; pero la abogacía era un pretexto. Ya en la academia había publicado un periódico político, sin posición definida pero con numerosas ideas, recogidas aquí y allá y expuestas en un estilo medio flaco y medio hinchado. Quien hubiera recogido aquellos primeros frutos de Camacho habría podido hacer una lista de sus principios y aspiraciones: —orden para la libertad, libertad para el orden; —la autoridad no puede abusar de la ley sin abofetearse a sí misma; —la vida de los principios es una necesidad moral de las naciones nuevas tanto como de las antiguas; —dadme una buena política y os daré buenas finanzas (barón Louis); sumerjámonos en el Jordán constitucional; —hombres de poder, dad paso a los valientes; ellos serán vuestro sustento, etc., etc.
En la provincia natal de Camacho, este orden de ideas tuvo que ceder a otro; y lo mismo puede decirse del estilo. Fundó allí un periódico; pero, siendo la política local menos abstracta, Camacho recogió las alas y descendió a los nombramientos de delegados, a las obras provinciales, a las gratificaciones, a la lucha con la hoja rival, a los nombres propios e impropios. La adjetivación le exigió grandes cuidados. Mientras atacó al gobierno, los términos obligados fueron nefasto, derrochador, vergonzoso, perverso; pero luego de que, debido a un cambio de presidente, pasara a defenderlo, también cambiaron los calificativos: enérgico, ilustrado, justiciero, fiel a los principios, verdadera gloria de la administración, etc., etc. Este tiroteo duró tres años. Una vez transcurridos, la pasión política dominaba el alma del joven letrado.
Miembro de la asamblea provincial, poco después de la cámara de diputados, presidente de una provincia de segundo orden en donde, por natural capricho del destino, le tocó leer en los periódicos opositores todos los adjetivos que prodigase en otros tiempos, nefasto, derrochador, vergonzoso, perverso, Camacho tuvo sus días grandes y amargos, entró y salió de la cámara, oró, escribió, luchó sin cesar. Acabó por irse a vivir en la capital del Imperio. Defensor de la conciliación de los partidos, vio gobernar al marqués de Paraná y abogó por algunos nombramientos, en lo que fue atendido; pero nadie podría afirmar si es cierto que el marqués le pedía consejos y le confiaba sus planes, porque, tratándose de la consideración propia, Camacho solía mentir sin pruritos.
Lo que sí se puede creer es que quería ser ministro, y que trabajó por conseguirlo. Se afilió a diversos grupos, según le parecía acertado; en la cámara discurría largamente sobre materias administrativas, acumulaba cifras, artículos de legislación, fragmentos de la prensa, citas de autores franceses, no siempre bien traducidas. Pero entre la espiga y la mano está el muro del cual habla el poeta; y, por mucho que nuestro hombre extendiese la mano del deseo para cogerla, la espiga seguía estando del otro lado, donde la arrancaban otras manos, más o menos voraces y hasta descuidadas.
Hay solterones de la política. Camacho iba entrando en esa categoría melancólica en que, bajo el peso del tiempo, los sueños nupciales empiezan a evaporarse; y carecía de grandeza para abandonarla. Nadie que organizara un gabinete se atrevía, por más que lo deseara, a darle un cargo. Camacho se sentía caer; para simular influencia, trataba familiarmente a los poderosos del momento, contaba en voz alta sus visitas a ministros y otros dignatarios del Estado.
Para comer no le faltaba. Su familia era pequeña; mujer, una hija que andaba por los dieciocho, un ahijado de nueve; para eso bastaba la abogacía. Pero llevaba la política en la sangre; ni leía ni le interesaba otra cosa. No le preocupaban en absoluto la literatura, las ciencias naturales, la historia, la filosofía o las artes. Tampoco sabía gran cosa de derecho; conservaba algo de lo que le había dado la universidad, más la legislación posterior y la práctica forense. Con eso iba tirando.