LVI

Pero ¿por qué iba a dejarlos Rubião? ¿Cuál era la razón? ¿Qué asunto lo requería?

Al día siguiente de la cena en Santa Teresa se levantó angustiado. Desayunó mal. No se ocupó de nada; sin interés se calzó las chinelas africanas, ni siquiera miró los bellos adornos, o simplemente ricos, que llenaban su casa. No pudo soportar más de dos minutos las caricias del perro; no bien lo hubo recibido en la sala, decidió despacharlo hacia fuera. El animal, burlando a los criados, volvió a meterse en la sala; pero tal fue el soplamocos que recibió en la oreja, que no repitió los halagos; se tendió en el suelo con los ojos puestos en el amo.

Rubião estaba arrepentido, irritado, lleno de vergüenza. En el capítulo X de este libro se ha dicho que los remordimientos lo asaltaban con facilidad, pero le duraban poco; quedó sin aclarar la naturaleza de las acciones que podían hacerlos cortos o largos. Allí se trataba de la carta escrita por el difunto Quincas Borba, tan expresiva del estado mental del autor, que Rubião había ocultado al médico pese a su posible utilidad para la ciencia o la justicia. Entregando esa carta no habría tenido remordimientos, pero quizá tampoco herencia —la pequeña herencia que entonces esperaba del enfermo. En el caso presente era una tentativa de adulterio. Cierto que él venía suspirando desde hacía mucho tiempo, y lo agitaban ímpetus interiores; pero sólo el indiscreto aliento de la joven y el propio entusiasmo del momento lo habían llevado a hacer la declaración repelida. Despejados los vapores de la noche, no sólo sentía vergüenza sino también remordimientos. La moral era la misma, los pecados diferentes.

Saltemos por encima de lo que sintió y pensó durante los primeros días. El domingo llegó a esperar algo, un billete como el anterior —con o sin fresas. El lunes ya había decidido ir a pasar unos dos meses a Minas; necesitaba curarse el alma en el aire de Barbacena. Pero no contaba con el doctor Camacho.

—¿Dejarnos? —preguntó finalmente Palha.

—Creo que sí. Me voy a Minas.

Volviendo de la ventana, Camacho se sentó en la misma silla que antes.

—¿Cómo que Minas? —dijo sonriendo—. Déjese de Minas por ahora. Ya irá allí cuando haga falta, y no creo que se quede mucho.

Estas palabras no sorprendieron a Palha menos que las de Rubião. ¿De dónde salía ese hombre, que parecía dominar a su amigo? Lo miró bien: era una persona de estatura mediana, rostro estrecho, poca barba, barbilla puntiaguda, orejas de pabellón ancho y abierto. Eso fue todo lo que pudo reunir de un vistazo. También advirtió que llevaba ropa fina, sobria sin embargo, y que tenía los pies mal calzados. No le examinó los ojos, ni la sonrisa, ni los modos; no alcanzó a reparar en el inicio de la calva, ni en las manos largas y peludas.