Perdonadle esa risa. Sé muy bien que el desasosiego, la mala noche, el miedo a la opinión ajena, todo contrasta con ella. Pero, amada lectora, puede que la dama nunca hubiese visto caerse a un cartero. Cierta vez los dioses de Homero —y bien que eran dioses— discutían grave y hasta furiosamente en el Olimpo. La orgullosa Juno, celosa de los coloquios de Tetis y Júpiter en favor de Aquiles, interrumpió al hijo de Saturno. Júpiter truena y amenaza; la esposa se estremece de cólera. Los demás gimen y suspiran. Pero cuando Vulcano toma la urna del néctar y, cojeando, empieza a servir a todos, el Olimpo entero rompe en una carcajada inextinguible. ¿Por qué? Señora mía, seguro que usted nunca vio un cartero cayéndose.
A veces ni siquiera hace falta que se caiga; otras ni siquiera hace falta que exista. Basta imaginarlo o recordarlo. La sombra de la sombra de un recuerdo grotesco puede proyectarse en medio de la pasión más detestable, y a veces una sonrisa, aunque leve, casi imperceptible, aflora en la cara. Dejemos pues que Sofía siga riendo, y lea su carta del campo.