LII

En eso pasó un mozo alto que, sonriendo y lentamente, le dedicó unos galanteos. Ella se los devolvió, un poco asustada de la persona y de su actitud.

—¿Quién es ese sujeto? —pensó.

Y entró a pensar de dónde lo conocía, pues en verdad la cara no le era extraña, ni las maneras, ni los ojos plácidos y grandes. ¿Dónde lo habría visto antes? Recorrió mentalmente varias casas, sin dar con la verdadera; por fin pensó en cierto baile —el mes anterior—, en la casa de un abogado que cumplía años. Eso era; lo había visto allí; habían bailado una cuadrilla por simple condescendencia de él, que no bailaba nunca; se acordaba de haberle oído muchas frases agradables relativas a la belleza de la mujer que, decía él, radicaba principalmente en los ojos y los hombros. Los de ella, como sabemos, eran magníficos. Y casi no había hablado de otro tema —los ojos y los hombros. A propósito de unos y otros había contado varias anécdotas personales y, aunque algunas carecían de interés, ¡hablaba tan bien! ¡Y a ella el tema le gustaba tanto! Era verdad: ahora se acordaba que, no bien él la había dejado, Palha se había sentado junto a ella y le había dicho el nombre del joven, porque ella no lo había oído bien en el momento de la presentación. Era Carlos María —el mismo que conocimos en el almuerzo de nuestro Rubião.

—Es la primera figura del salón —había dicho Palha, orgulloso de que se ocupara tanto de ella.

—Entre los hombres —señaló Sofía.

—Entre las mujeres, la primera eres tú —replicó él mirándole el cuello, para pasear después los ojos por la sala con una expresión de certeza y dominio que ella conocía, y que le hacía bien.

Cuando Sofía acabó de recordar, el joven ya se había alejado; al menos había sido una interrupción en la recua de tedios que le apresaban el alma. Por unos instantes se había acallado el dolor que sentía en la espalda. En seguida volvió, odioso, obstinado; Sofía se reclinó en la silla y cerró los ojos. Intentó entrar en el sueño, pero no pudo. Los pensamientos eran tan porfiados como el dolor, y aún más ruines. De cuando en cuando un rápido batir de alas quebraba el silencio; eran las palomas de una casa vecina, que volvían al palomar. Al principio, una o dos veces, Sofía abrió los ojos; luego, acostumbrándose al rumor, los mantuvo cerrados procurando dormirse. Al cabo de cierto tiempo oyó pasos en la calle y levantó la cabeza suponiendo que era Carlos María; sin embargo era el cartero, que le llevaba una carta del campo. Se la entregó en mano. Al salir del jardín, el hombre tropezó con la pata de un banco y cayó de bruces entre cartas esparcidas. Sofía no pudo contener la risa.