LI

Bañado, afeitado, a medio vestir, Palha leía los periódicos, a la espera del almuerzo, cuando su mujer entró en el gabinete un tanto pálida.

—¿Te encuentras peor?

Sofía le respondió con un gesto de los labios, que tanto podía negar como afirmar. Palha confió en que a medida que el día avanzara se le iría pasando el malestar; la agitación del día anterior, la cena tardía… Luego le pidió que lo dejara acabar de leer un artículo sobre cierto asunto local. Era un pleito entre dos comerciantes a propósito de unas letras; la víspera había escrito uno de ellos; hoy venía la respuesta del otro. Respuesta completa, dijo Palha terminada la lectura; y, largamente, explicó a la mujer el asunto de las letras, el mecanismo de la operación, la situación de los adversarios, los rumores de la plaza, todo empleando el vocabulario técnico. Sofía oía y suspiraba; pero para el despotismo de la profesión no existen suspiros de mujer ni cortesías de hombre. Felizmente, el almuerzo ya estaba en la mesa.

Hacia las dos de la tarde, habiendo quedado sola, nuestra amiga, que apenas había tomado un caldo, fue a sentarse en el jardín, frente a la puerta de la casa. Naturalmente volvió a pensar en el lance de la víspera. No estaba totalmente en paz ni fuera de sí, ni con Dios ni con el Diablo. Se arrepentía de haberle contado el episodio a su marido, y al mismo tiempo la irritaban los intentos de él por explicarlo. En medio de sus reflexiones oyó claramente las palabras del mayor: «¡Vaya! ¿Admirando la luna?», como si las hojas la hubiesen guardado y las repitiesen ahora que la brisa empezaba a moverlas. Sofía sintió un escalofrío. Siqueira era indiscreto —husmeaba e indagaba en los asuntos ajenos. ¿Lo sería al punto de propagarlos? Sofía ya se consideraba objeto de sospecha o de calumnia. Ideaba planes. No visitaría más a nadie; o se marcharía fuera, a Nueva Friburgo o más lejos. La exigencia del marido de seguir recibiendo a Rubião como siempre era excesiva; sobre todo por el motivo esgrimido. No queriendo obedecer ni rebelarse, pensaba en dejar la ciudad con cualquier pretexto.

—¡La culpa ha sido mía! —suspiró.

La culpa la tenían las atenciones especiales que había prodigado al hombre, las muestras de afecto, los recuerdos, los detalles familiares, y, en la víspera, las largas miradas que le había dedicado. De no haber sido por eso… Y así se iba perdiendo en múltiples reflexiones. Todo la fastidiaba, plantas, muebles, el canto de una cigarra, un rumor de voces en la calle, otro de platos en casa, los pasos de las esclavas, y hasta un pobre negro viejo que, frente a la casa, subía penosamente un trecho de morro. Las precauciones del negro le encendían los nervios.