No, señora mía, este día tan largo no ha acabado aún; no sabemos qué sucedió entre Sofía y Palha después de que se fueran todos. Quizá le halle usted incluso más sabor que a la historia del ahorcado.
Tenga paciencia; y volvamos ya a Santa Teresa. La sala continúa iluminada, pero por una sola lámpara de gas; han apagado las otras, e iban a apagar la última cuando Palha dijo al criado que esperase un poco. La mujer estaba por salir, el marido la detuvo, ella se estremeció.
—Nuestra fiesta ha sido preciosa —dijo él.
—Sí.
—Siqueira es un latoso, pero qué vamos a hacer; al menos es alegre. La hija no estaba mal arreglada. ¿Has visto cómo devoraba Ramos todo lo que ponían en el plato? No me extrañaría que un día se tragase a su mujer.
—¿A su mujer? —sonrió Sofía.
—Es gorda, de acuerdo; pero más gorda era la primera, y estoy seguro de que no murió: se la tragó él.
Reclinada en el canapé, Sofía festejaba las gracias de su marido. Siguieron criticando algunos episodios de la tarde y la noche; después ella, acariciando el pelo de Palha, dijo de repente:
—Y todavía no sabes la mejor historia de la noche.
—¿Cuál?
—¿Adivina?
Palha permaneció un rato en silencio, mirándola, intentando adivinar. Inventó algunos episodios, pero no acertó. Sofía negaba con la cabeza.
—¿Pero entonces qué fue?
—Adivina…
—No puedo. Dímelo.
—Con una condición —replicó ella—. No quiero enfados ni gritos.
Palha empezó a ponerse serio. ¿Enfados? ¿Gritos? ¿Qué demonios sería? Había dejado de reírse; sólo le quedaba un resto de sonrisa, forzada y resignada. Miró a Sofía fijamente y le preguntó qué había pasado.
—¿Me prometes lo que te he pedido?
—Anda, dímelo.
—Pues fíjate que he oído nada menos que una declaración de amor.
Palha palideció. Eso no había prometido no hacerlo. Quería a su mujer, como sabemos, al singular extremo de exhibirla; no habría podido oír la noticia impávido. Sofía advirtió la palidez, y la mala impresión que había causado le gustó; para saborearla más, reclinó el torso, se soltó por detrás el cabello, que le estaba molestando, guardó las horquillas en un pañuelo, sacudió la cabeza, respiró profundamente y cogió las manos de su marido, que se había puesto en pie.
—Es verdad, querido mío, estuvieron cortejando a tu mujer.
—¿Pero quién fue el canalla? —dijo él, impaciente.
—Si te pones tan malo no diré nada. ¿Que quién fue? ¿Quieres saber quién fue? Tranquilízate. Fue Rubião.
—¿Rubião?
—Nunca lo habría imaginado. Parecía tan apocado, tan respetuoso; pero hay que aceptar que el hábito no hace al monje. Tantos hombres como vienen aquí y nunca había oído el menor piropo. Me miran, naturalmente, porque no soy fea… ¿Por qué caminas de un lado a otro? Para de una vez, que no quiero levantar la voz… Bien, eso está mejor. Volvamos a lo que pasó. No es que me haya hecho una declaración clara…
—¿Ah, no? —replicó vivamente el marido.
—No, pero viene a ser lo mismo.
Y después de contar lo que había ocurrido en el jardín, desde que salieran los dos hasta que apareciera el mayor:
—Y eso fue todo —concluyó—. Pero basta para darse cuenta de que, si no habló de amor, fue porque no le llegó a la lengua. En cambio sí que le llegó a las manos: hay que ver cómo me apretó los dedos… Nada más que eso, que no es poco. Menos mal que no te enfadas; pero habrá que cerrarle la puerta, de una vez o poco a poco; yo preferiría hacerlo en seguida, pero aceptaré lo que tú digas. ¿Qué consideras mejor?
Mordiéndose el labio inferior, Palha le dirigió una mirada estúpida. Sentóse en el canapé sin decir palabra. Estaba meditando. Encontraba natural que las gentilezas de su esposa llegaran a cautivar a un hombre; y ese hombre bien podía ser Rubião. Pero tanto confiaba en éste, que el billete que Sofía le había enviado acompañando las fresas lo había redactado él mismo; la mujer se había limitado a copiarlo y firmarlo. Entretanto, nunca le había pasado por la mente que su amigo pudiese declararle amor a alguien, menos aún a Sofía, si realmente se trataba de amor; a lo mejor era un simple galanteo. Cierto que Rubião la miraba mucho; y al parecer Sofía, en ocasiones, pagaba las miradas con otras… ¡Concesiones de joven bonita! Pero, en fin, siempre que la miraran, podían obtener algunos rayos de sus ojos. No había por qué tener celos del nervio óptico, razonaba el marido. Sofía se levantó, puso el pañuelo con las horquillas encima del piano y echó un vistazo al espejo, donde se vio con la trenza caída. Cuando volvió al canapé, el marido le tomó la mano riendo:
—Creo que te has amohinado más de la cuenta. Comparar los ojos de una mujer con las estrellas, y las estrellas con ojos, es algo que al fin y al cabo puede hacerse a la vista de todos, en prosa o en verso, en familia y para que los demás lo oigan. La culpa es de quien tiene unos ojos tan bonitos. Además, pese a lo que me cuentas, sabes bien que Rubião todavía es un rústico…
—Entonces también será rústico el diablo, pues nada menos me parece a mí tu amigo. ¿Y qué dices de pedirme que a cierta hora mire la Cruz del Sur, para que se encuentren nuestras almas?
—Eso sí que huele a enamoramiento —concedió Palha—. Pero no deja de ser el pedido de un alma cándida. Esas cosas las dicen las muchachas de quince años, los locos de cualquier edad y también los poetas; pero él no es ni una muchacha ni un poeta.
—Supongo que no. Pero ¿y aferrarme las manos para retenerme en el jardín?
Palha sintió un escalofrío; la idea del contacto de las manos y de la fuerza empleada para retener a la mujer era harto mortificante. Si hubiese podido, francamente, habría ido a su casa para agarrarlo del gaznate. Otras ideas, sin embargo, acudieron a disipar el efecto de la primera; de modo que, cuando Sofía ya lo creía irritado, lo vio encogerse de hombros con desdén y responderle que, en efecto, era una grosería.
—Y además, ¿qué ocurrencia es ésa de invitarlo a ver la luna? —añadió.
—También invité a doña Tonica.
—Pero viendo que ella se negaba, tendrías que haber encontrado la forma de no salir. Así pasan estas cosas. Fuiste tú quien le dio la ocasión…
Sofía lo miró arrugando las gruesas cejas; iba a hablar, pero calló. Palha continuó desplegando los mismos argumentos; la culpa era de ella, no habría debido darle la oportunidad…
—¿Acaso no me has dicho tú mismo que debemos atenderlo especialmente? De haber imaginado lo que iba a ocurrir, yo nunca habría salido al jardín. Pero no esperaba que un hombre tan pacato, tan no sé cómo, olvidase sus remilgos para decirme cosas exquisitas…
—Pues de ahora en adelante evita la luna y el jardín —dijo el marido procurando sonreír…
—Pero Cristiano, ¿cómo quieres que le hable la próxima vez que venga a casa? No tengo cara para enfrentarlo. Mira, lo mejor es cortar toda relación.
Palha cruzó una pierna sobre otra y se puso a fruncir el zapato. Por unos segundos permanecieron callados. Palha meditaba la propuesta de cortar las relaciones; no era que quisiese aceptarla, pero no sabía cómo contestar a la mujer, que mostraba tanto resentimiento y con tal dignidad se portaba. No podía desaprobar la propuesta pero tampoco aceptarla, y no se le ocurría nada. Levantóse, hundió las manos en los bolsillos del pantalón y, habiendo dado unos pasos, se paró ante Sofía.
—Tal vez nos estemos preocupando por un simple efecto del vino. Habrás notado que no dejaba una gota en la copa; tiene la cabeza floja, se habrá mareado un poco y soltó todo lo que tenía dentro… Sí, no niego que puedas haberle causado cierta impresión, como tantas otras señoras. Días pasados fue a un baile en Catete y volvió encantado con las mujeres que había visto, sobre todo una, la viuda Mendes…
Sofía lo interrumpió:
—¿Y por qué no invitó a mirar la Cruz del Sur a esa belleza?
—Porque no cenó allí, naturalmente; y además no había jardín ni luna. Lo que quiero decir es que nuestro amigo puede haber estado fuera de sí. Tal vez ahora se sienta arrepentido de lo que hizo, avergonzado, sin saber cómo explicarse, o si tiene que hacerlo… Hasta es posible que se ausente…
—Ojalá.
—… si no lo llamamos nosotros —concluyó Palha.
—¿Y para qué llamarlo?
—Sofía —dijo el marido sentándose junto a ella—. No quiero entrar en minucias. Digo, tan sólo, que no permitiría que te faltaran el respeto.
Hubo una breve pausa. Sofía miraba a Palha aguardando.
—No lo permitiría, y ay del que lo hiciese, así como ay de que tú lo consintieras. Sabes que a ese respecto soy de hierro, y que lo que me tranquiliza es la certeza de la amistad, o —digámoslo claro— del amor que sientes por mí. Pues bien, en cuanto a Rubião nada me inquieta. Creo que es nuestro amigo y le debo varios favores.
—Algunos regalos, unas joyas, palcos en el teatro… No son motivos para que yo tenga que mirar la Cruz del Sur con él.
—¡Quiera Dios que sólo sea eso! —suspiró el melindroso.
—¿Te parece poco?
—No entremos en minucias… Hay otras cosas… Más tarde hablaremos. Pero puedes estar segura de que nada me haría retroceder si me contaras algo grave. Éste no es el caso. Ese hombre es un simplón.
—No.
—¿No?
Sofía se levantó. Tampoco quería entrar en minucias. El marido le tomó la mano y ella permaneció en pie, callada. Con la cabeza apoyada en el borde del sofá, Palha la miraba sonriendo, sin saber qué decir. Al cabo de unos segundos la mujer anunció que ya era tarde y que iba a mandar que apagaran las luces.
—Bien —replicó Palha tras un corto silencio—. Mañana mismo le escribo para decirle que no vuelva a poner los pies aquí.
Miró a la mujer esperando alguna respuesta. Sofía había fruncido las cejas, y no contestó nada. Palha repitió la solución; y es posible que esta vez sinceramente. Entonces, con una expresión de tedio, la mujer dijo:
—Por favor, Cristiano… ¿Quién te ha pedido que escribas cartas? Empiezo a arrepentirme de habértelo mencionado. Te conté un acto irrespetuoso y dije que me parecía mejor cortar las relaciones, poco a poco o de golpe.
—¿Pero cómo cortarlas de golpe?
—Cerrándole la puerta. Pero no pido tanto; basta, si quieres, con hacerlo poco a poco…
Era una concesión; Palha la aceptó; pero en seguida, sombrío, soltó la mano de la mujer con gesto desesperado. Por fin la agarró por la cintura y, alzando la voz, dijo:
—Pero, amor mío, es que le debo mucho dinero.
Sofía le tapó la boca y miró asustada hacia el pasillo.
—Esta bien —dijo—. Acabemos con esto. Observaré cómo se comporta y procuraré ser más fría… Pero en ese caso tú no debes cambiar de actitud, para que no sepa que estás al corriente. Veré lo que puedo hacer.
—Ya sabes, Sofía, aprietos económicos, algún pago… Ahora hay que tapar un agujero aquí, luego otro allá… ¡Demonios! Y por eso… Pero riámonos, mi bien; en el fondo no es nada. Sabes que confío en ti.
—Vamos, que es tarde.
—Vamos —repitió Palha besándole la cara.
—Tengo mucho dolor de cabeza —murmuró ella—. Creo que ha sido el aire libre, o esta historia… Tengo mucho dolor de cabeza.