XLIX

El perro ladró dentro; pero en cuanto Rubião hubo entrado, lo recibió con gran alegría; y, por molesto que le resultase, Rubião se deshizo en caricias. Le daba escalofríos pensar que allí pudiera encontrarse el testador. Subieron juntos la escalera de piedra; se detuvieron unos instantes a la luz de la lámpara que Rubião había ordenado dejar encendida. Rubião era más crédulo que creyente; no tenía razones para atacar ni defender nada —tierra eternamente virgen para plantar cualquier cosa. La vida de la corte le había conferido una nueva particularidad: rodeado de incrédulos podía incluso ser incrédulo…

Mientras esperaba que le abriesen la puerta miró al perro. El perro lo miraba a él de tal manera que parecía llevar dentro al mismo difunto Quincas Borba; era la misma mirada meditativa, de filósofo, que cuando examinaba asuntos humanos… Nuevo escalofrío; pero, por grande que fuera el miedo, no lo era tanto como para atarle las manos. Rubião las extendió sobre la cabeza del animal, rascándole las orejas y la nuca.

—¡Pobre Quincas Borba! Quieres a tu amo, ¿no? Rubião es muy amigo de Quincas Borba.

El perro movía la cabeza lentamente, a izquierda y derecha, ayudando a que las caricias se distribuyeran mejor entre ambas orejas colgantes; luego levantaba el morro para que lo acariciase en el cuello, y el amo obedecía; pero entonces los ojos del perro, entrecerrados de placer, cobraban el mismo aire que los del filósofo, cuando desde la cama contaba historias que Rubião poco o nada entendía… Rubião cerraba los suyos. Le abrieron la puerta; se despidió del perro, pero con tales caricias que era como pedirle que entrase. El criado español se encargó de llevarlo abajo.

—No le pegues —recomendó Rubião.

El criado no le pegó; pero la misma bajada era penosa, y el perro amigo estuvo mucho tiempo gimiendo en el jardín. Rubião entró, se desvistió y echóse en la cama. ¡Ah! Había vivido un día pleno de sensaciones, desde las remembranzas de la mañana y el almuerzo con los dos amigos hasta aquella idea de la metempsicosis, pasando por el recuerdo del ahorcado y por una declaración de no aprobada, mal repelida, tal vez adivinada por otros… Todo se le mezclaba; el espíritu se le iba de un lado a otro como una pelota de goma en manos de niños. No obstante, el sentimiento principal era el del amor. Rubião estaba admirado de sí mismo, y se reprendía; pero la reprensión era obra de la conciencia, mientras que la imaginación no soltaba por nada del mundo la bella figura de Sofía… La una, las dos, las tres… Sofía a lo lejos, abajo los ladridos del perro… El sueño esquivo… ¿Adónde se habían ido las tres horas? Las tres y media… Por fin, tras mucho velar, se le presentó el sueño, exprimió sus clásicas amapolas, y entonces fue instantáneo; antes de las cuatro Rubião se durmió.