XLVIII

—El señor habrá visto que el caballo es bueno…

Rubião abrió los ojos, medio cerrados, y vio cómo el cochero animaba al animal tocándolo levemente con la punta de la fusta. Por dentro sintió rabia contra el hombre, que lo había arrancado de viejos recuerdos. No eran bellos, pero si viejos —viejos y saludables, pues le daban a beber un elixir que parecía curarlo del presente. Y entonces va el cochero ése y lo despierta. Iban subiendo por la Rua da Lapa; el caballo, en verdad, comía el espacio como si fuese cuesta abajo.

—Este animal me tiene un cariño —continuó el cochero— que es para no creerlo. Le podrían contar cosas extraordinarias. Algunos dicen que son mentiras mías; pero no señor, no son mentiras. ¿Quién no sabe que el caballo y el perro son los animales que más quieren a la gente? Parece que el perro la quiere todavía más…

Oyendo hablar del perro Rubião se acordó de Quincas Borba, que debía estar en casa, esperándolo, ansioso… Rubião no había olvidado la clausula del testamento; se había jurado cumplirla a rajatabla. No está de más decir que, con el miedo de que escapara, se mezclaba el de perder los bienes. De nada valían los argumentos del abogado; en el testamento, decía éste, no hay ninguna cláusula que revierta los bienes hacia otro en caso de huida del perro; esos bienes nunca se le irían de las manos. ¿Qué le importaba pues que escapara? Hasta era mejor, una preocupación menos. Aparentemente Rubião aceptaba la explicación; pero en el fondo la duda persistía, los ejemplos de largos pleitos, la variedad de opiniones jurídicas sobre una sola materia, la acción de un envidioso o un enemigo, y, resumiéndolo todo, el terror a quedarse sin nada. Por ello los rigores de la reclusión; por ello también el remordimiento de haber pasado la tarde y la noche sin un solo pensamiento para Quincas Borba.

—¡Soy un ingrato! —se dijo.

En seguida se corrigió. Más ingrato era no haber pensado en el otro Quincas Borba, el que le había dejado todo. Y fue entonces cuando de golpe se le ocurrió que los dos Quincas Borba podían ser la misma criatura, por efecto de la entrada del alma del difunto en el cuerpo del perro, menos para purgar sus pecados que para vigilar al nuevo dueño. Había sido una negra de São João d’el Rei quien, cuando pequeño, le había inculcado la idea de la transmigración. Decía que las almas llenas de pecados iban a dar en cuerpos de bestias; y juraba conocer un notario que había acabado convertido en gamba…

—No se olvide el señor de decirme dónde es la casa —dijo súbitamente el cochero.

—Pare aquí.