XLVI

El rumor de las voces y los coches despertó a un mendigo que dormía en la escalera de la iglesia. El pobre diablo se sentó, vio de qué se trataba y luego volvió a echarse, pero despierto, panza arriba, con los ojos fijos en el cielo. El cielo, por su parte, lo miraba a él, impasible, pero sin arrugas ni zapatos rotos ni andrajos, un cielo claro, estrellado, sereno, olímpico, tal como el que presidió las bodas de Jacob y el suicidio de Lucrecia. Se miraban ambos en una suerte de juego de prudencia, con un aire de monarcas rivales y tranquilos, sin arrogancia ni bajeza, como si el mendigo le dijese al cielo:

—Al final no has de caerme encima. Y el cielo respondiera:

—Ni tú me has de escalar.