Ladera abajo, doña Tonica fue oyendo el resto del discurso de su padre, que había cambiado de tema sin cambiar de estilo —siempre difuso y torrencial. Ella oía sin prestar atención. Iba metida en sí misma, absorta, repasando la noche, recomponiendo las miradas de Sofía y Rubião.
Llegaron a la casa, en la Rua do Senado; el padre se fue a dormir, pero la hija, en vez de acostarse, se demoró en una butaquita, junto a la cómoda donde estaba la imagen de la Virgen. Las ideas que la agitaban no eran cándidas ni apacibles. Aunque no conocía el amor, tenía noticia de lo que era el adulterio, y la persona de Sofía se le antojaba hedionda. La veía ahora como un monstruo, medio ser humano, medio cobra, y sintió que la aborrecía, que era capaz de vengarse de ella ejemplarmente y contarle todo al marido.
—Le contaré todo —pensaba—. En persona o por carta… No, por carta no. Se lo diré cara a cara, en privado.
E, imaginando el encuentro, preveía el horror del hombre, luego la furia, los improperios, las duras palabras que lanzaría contra su mujer: miserable, indigna, vil… Esos epítetos sonaban bien a los oídos del deseo de doña Tonica; por ellos hacía discurrir su propia cólera; ya que no podía hacerlo de otro modo, se satisfacía así, rebajándola, poniéndola a los pies del marido… Vil, indigna, miserable…
Esa explosión de rabia interior duró mucho tiempo, cerca de veinte minutos; pero al cabo el alma se cansó y volvió a su cauce. La imaginación de doña Tonica estaba exhausta y la realidad próxima atrajo su mirada. Miró a su alrededor, miró el cuarto de soltera, arreglado con tanto arte —ese arte engañoso que del percal hace seda y de un retazo viejo una cinta, que recama, enlaza, alegra cuanto puede la desnudez de las cosas, maquilla las paredes tristes, engalana los pocos y modestos trastos. Y todo allí parecía dispuesto para recibir a un novio amado.
¿Dónde leí yo que, según una tradición muy antigua, determinada noche del año cierta virgen de Israel esperaba la divina concepción? Como sea, comparemos aquella virgen con la nuestra, que sólo se diferencia en que su espera, sin tener noche fija, se alarga a todas, todas, todas… El viento, que silba fuera, nunca le ha traído el varón esperado, ni la madrugada blanca y pequeña le dice en qué lugar de la tierra encontrarlo. Y entonces sigue esperando, esperando…
Ahora, en calma ya la imaginación y el resentimiento, contempla y vuelve a contemplar la alcoba solitaria; recuerda a sus amigas de colegio y de familia, a las más íntimas, todas casadas. La última, a los treinta años, desposó a un oficial de marina; fue entonces cuando reverdecieron las esperanzas de la soltera, que no se habría atrevido a pedir tanto, pues un uniforme de aspirante era lo primero que había seducido sus ojos cuando tenía quince años… ¿Adónde estaría ahora? Más tarde pasaron cinco años, cumplió los treinta y nueve, y ahora no tardarían en llegar los cuarenta. Cuarentona, solterona; doña Tonica tuvo un escalofrío. Miró una vez más, recordó todo, de golpe se puso en pie, dio dos vueltas y se derrumbó en la cama llorando…