XLII

—¡Vaya! ¿Admirando la luna? Realmente está deliciosa. Es una noche para los enamorados… Sí, deliciosa… Hacía mucho que no veía una noche así… Y aquí abajo los jazmines… ¡Deliciosa? Para los enamorados… A los enamorados les gusta la luna… En mis tiempos, en Icaraí…

Era Siqueira, el terrible mayor. Rubião no sabía qué decir. Sofía, pasados los primeros instantes, recobró la presencia de ánimo; respondió que la noche era realmente hermosa; contó después que, según acababa de decirle Rubião, las noches de Río no podían compararse con las de Barbacena; y que a propósito de eso le había referido una anécdota de cierto padre Mendes… ¿No era Mendes?

—Sí, Mendes —murmuró Rubião—. El padre Mendes.

El mayor apenas podía contener su asombro. Al salir al jardín había visto las dos manos unidas, la cabeza de Rubião medio inclinada, el rápido movimiento de ambos; y de todo eso resultaba ahora un tal padre Mendes… Escrutó a Sofía; la vio risueña, tranquila, impenetrable. Ningún miedo, ningún embarazo; con tal simplicidad hablaba que el mayor pensó que la vista lo había traicionado. Pero Rubião lo echó todo a perder. Avergonzado, silencioso, no hizo más que sacar el reloj para mirar la hora, llevárselo al oído como si le pareciese que no andaba y limpiarlo por fin con el pañuelo, lenta, muy lentamente, sin mirar ni a un lado ni a otro…

—Bien, sigan ustedes conversando. Yo no debo dejar a mis amigas solas. ¿Ya han acabado los hombres con su maldita voltereta?

—Sí —respondió el mayor mirando a Sofía con curiosidad—. Y hasta han preguntado por nuestro amigo; por eso he venido a ver si estaba en el jardín. ¿Pero hacía mucho que estaban aquí?

—Ni un minuto —dijo Sofía.

Luego, palmeando cariñosamente el hombro del mayor, entró en la casa. Pero no por la puerta del salón, sino por la que daba al comedor; de modo que, cuando llegó a aquél por el pasillo interior, fue como si acabase de dar las órdenes para el té.

Aunque ya hubiera vuelto totalmente en sí, Rubião no encontraba nada que decir; y sin embargo urgía decir algo. Lo de la anécdota del padre Mendes era una buena idea; lástima que no hubiese ni anécdota ni padre, y él fuera incapaz de inventar nada. Bastante le pareció decir esto:

—¡El padre Mendes! ¡Formidable hombre!

—Sí, lo conocí —dijo el mayor sonriendo—. ¿El padre Mendes? ¡Vaya si lo conocí! Cuando murió era canónigo. ¿Vivió un tiempo en Minas?

—Creo que sí —murmuró el otro espantado.

—Había nacido aquí, en Saquarema. Le faltaba este ojo —dijo el mayor tocándose el ojo izquierdo—. Lo conocí muy bien, si es que hablamos del mismo. Tal vez se trate de otro.

—Tal vez.

—Este que yo digo murió siendo canónigo. Era hombre de buenas costumbres, pero amigo de mirar mujeres bonitas como se miran las pinturas de un maestro. ¿Y es que hay maestro más grande que Dios?, solía decir. La misma doña Sofía, por ejemplo. No había vez que se la cruzan en la calle y no me dijera: Hoy he visto a la linda señora de Palha… Murió canónigo; había nacido en Saquarema… Y realmente la mujer de nuestro amigo Palha es un primor, guapa de cara y de figura; yo la encuentro incluso más bien hecha que bonita… ¿A usted qué le parece?

—Pienso que sí…

—Es buena persona, excelente ama de casa —continuó el mayor encendiendo un cigarro.

La luz de la cerilla dio al rostro del mayor una expresión de escarnio, o de algo menos duro pero no menos adverso. Rubião sintió que le corría un frío por la espina. ¿Habría oído? ¿Visto? ¿Adivinado? ¿Estaba frente a un indiscreto, un chafardero? La cara del hombre no explicaba nada; en todo caso convenía creer lo peor. Tenemos aquí a nuestro héroe como alguien que, después de navegar largos años cerca de la costa, se encuentra un día entre las olas de alta mar; felizmente el miedo también es oficial de ideas, y en buen momento le proporcionó una: lisonjear al interlocutor. No titubeó en encontrarlo gracioso e interesante, ni en decirle que tenía una casa a sus órdenes, en la playa de Botafogo número tantos. Se sentía sumamente honrado de trabar relación con un hombre como él. No tenía allí muchos amigos: Palha, a quien debía tantos agasajos, doña Sofía, que era mujer de rara gravedad, y tres o cuatro personas más. Vivía solo; hasta podía ser que regresase a Minas.

—¿Tan pronto?

—No digo que en seguida, pero acaso no demore mucho. Usted sabrá que a quien ha vivido siempre en un lugar le cuesta mucho acostumbrarse a otro.

—Eso depende.

—Depende, sí… Pero suele ser la regla.

—Puede que sea la regla, pero usted será la excepción. La Corte es como el diablo; contagia una pasión como se contagia un constipado; basta un sorbo de aire para estar perdido. Óigame bien, apostaría a que antes de seis meses está usted casado…

«No ha visto nada», pensó Rubião. Y luego, alegre:

—Es posible, pero también en Minas se casa la gente. Y tampoco faltan allí los curas.

—Falta el padre Mendes —replicó el mayor riendo.

Rubião se obligó a sonreír, no entendiendo si las palabras del mayor eran inocentes o maliciosas. Éste tomó no obstante las riendas de la charla y la dirigió hacia otros temas: el tiempo, la ciudad, el ministerio, la guerra y el mariscal López. Y mira lector, qué distintas pueden ser las cosas: este aguacero, más torrencial que el que recibiera al llegar, le pareció a nuestro Rubião un rayo de sol. Helo aquí solazándose el alma al calor del infinito discurso del soldado, intercalando alguna palabrita si puede, y asintiendo halagador. Una y otra vez pensaba entretanto que no, que el hombre no había oído nada.

—¡Papá! ¡Papá! ¿Estás ahí? —dijo una voz desde la puerta que daba al jardín.

Era doña Tonica; lo buscaba porque era hora de marcharse. Cierto que el té ya estaba en la mesa; pero ella no podía esperar más: tenía jaqueca, le dijo al padre en voz baja. Luego tendió la mano a Rubião; éste le pidió que se quedase unos minutos más; el estimado mayor…

—Pierde usted el tiempo —lo interrumpió éste—. Es ella quien me gobierna.

Rubião le ofreció su casa con insistencia; exigió aun que eligiese un día de esa misma semana, pero el mayor alegó que no podía disponer de una fecha cierta; iría en cuanto le fuera posible. Llevaba una vida muy atareada; tenía los negocios del arsenal, que ya eran muchos, y además…

—¡Vamos, papá!

—¡Vamos, sí! ¿Ve lo que le digo? No puedo conversar ni un instante. ¿Te has despedido ya? ¿Dónde está mi sombrero?